miércoles, 26 de diciembre de 2007

Navidad

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Unas más que otras pero todas las religiones exigen a sus feligreses que cumplan con una serie de normas y que vivan sus vidas de acuerdo con ciertas reglas que por lo general son limitativas. En otras palabras, practicar una religión siempre va de la mano con prohibiciones: no comer carne de puerco, no tener sexo por placer, no abortar, no sacrificar animales y menos convertirlos en alimento, no ingerir aquello que el ministro no ha bendecido, no matar, no tener más de cuatro esposas, no trabajar en sábado, no gastar los excedentes que produce el trabajo… y decenas más de tabúes que fácilmente se pueden compendiar.
Además, todas las iglesias esperan contribuciones económicas de sus fieles, todas requieren que se acuda regularmente a sus celebraciones, que se practiquen ciertas fórmulas rituales y todas, sin excepción, condicionan la posibilidad de trascender a una etapa superior de la vida a que se cumpla con un mínimo de conducta deseable sin la que será muy difícil acceder al reino de los cielos, al paraíso, al edén, al nirvana, al Mictlán.
La fórmula es muy fácil de expresarse (una vida vivida de acuerdo con los principios religiosos facilita las cosas para quienes creen en un encuentro con Dios después de la muerte) pero es sumamente difícil de llevar a cabo, porque exige moderación, continencia, control de los apetitos, freno a las emociones y, muy especialmente, respeto a los otros. Ciertamente, la vida con sentido religioso puede entenderse como una existencia de privaciones y limitación que no todos estamos dispuestos a asumir, por lo menos en lo material.
Además de significar la voluntad suprema creadora de todo, la mayoría de los principios religiosos, si no todos, se sustentan en el concepto de amor por los demás, a partir del cual se hace obligatorio para quienes los siguen practicar la caridad, la tolerancia, la solidaridad a cambio de lo cual se espera un destino común en el que inevitablemente todos habríamos de coincidir.
Por eso, la religión practicada con fe y el individualismo contumaz son antípodas, contradicción. Vivir para la satisfacción propia sin anteponer a los demás, parece una negación explícita de la creencia en la inmortalidad del alma y el camino de santidad.
El placer aquí y ahora, la satisfacción llevada al extremo, la comodidad total y el alejamiento de cualquier tipo de penuria o sufrimiento definen al individuo que “soluciona” sus necesidades antes que las de otros y que antepone como condición existencial el bienestar pleno al precio que sea, incluso pasar por encima de otros. Ésa parece la filosofía de la sociedad de consumo en que vivimos, en la que acumular dinero y bienes es garantía de prestigio y reconocimiento y en la que el paraíso post mortem se vuelve secundario, lejano, inútil, hasta inexistente. El nuestro, es un ambiente que riñe absolutamente con el concepto franciscano de la vida en el que la feroz competencia profesional, la apariencia física, el límite de crédito que tiene la tarjeta o los metros cuadrados de terreno en el fraccionamiento de lujo son irrelevantes.
Si a eso agregamos la problemática de las religiones contemporáneas para asumir realidades complejas como el estatuto marital de sus ministros, la justificación del crimen político/religioso, la exclusión del reino de Dios de los “infieles” y los “gentiles”, la homosexualidad, las consecuencias prácticas del desarrollo tecnológico (específicamente en materia de reproducción humana) y las visiones racionalistas-neo positivistas que exigen evidencias científicas respecto del amor o la existencia de Dios, entenderemos que a la gente se le complica vivir de acuerdo a los preceptos y las devociones religiosas que le fueron inculcados.
Es cierto que si alguien busca razones para justificar la pérdida de fe, las tiene de sobra, aunque debo decir también que aunque probablemente los haya, no he conocido hasta hoy a un ateo que a la hora de la verdad –en el lecho de muerte, frente a la enfermedad de un hijo, ante la grave penuria económica— no apele a la protección divina.
De cualquier manera, las prescripciones religiosas siempre ofrecen una referencia útil para la vida; se puede ser un buen hombre o una buena mujer (no en el sentido de tonto o tonta, por supuesto), sin esperar por ello una recompensa celestial. Convertir al amor y al respeto a los demás en principios de vida, no exige un sustento teológico ni una creencia dogmática, pero en cambio da sentido a la existencia, convierte en livianas muchas cargas que de otro modo son insufribles y facilita mucho la convivencia, pues esa forma de llevar nuestro paso por la Tierra produce de manera casi automática tolerancia y, cuando se hace necesario, ofrece la mejor de las herramientas para una vida realmente plena y equilibrada: el perdón, la capacidad de entender a los otros.
Sé que escribo sobre algo que cuesta muchísimo trabajo practicar, que a veces se hace improbable, pues somos humanos entre lo humano, temperamentales y falibles, pero es mejor ser concientes de que el pasado visto con rencores mata lentamente, para evitar esos resentimientos todo lo que se pueda.
Para los cristianos, la Natividad –la llegada de Jesús para vivir entre los hombres— es la fiesta más importante. Se crea o no en la divinidad y certeza de esta parábola, el mensaje que encierra es maravilloso: un padre que se desprende de su hijo, le envía a un sitio y hostil y permite que pase por atroces pruebas de sufrimiento; todo ello con un solo fin: servir a los otros. Aún desde el punto de vista meramente literario, si ese fuera el caso, esta historia expresa de manera nítida y precisa un gran mensaje de amor.
En este mundo vertiginoso, agresivo y en muchos sentidos esclavizante, en este momento de riqueza concentrada y pobreza infame, en esta etapa de incertidumbre y violencia incontrolada, infamia y bastantes más perversiones de las que esperaríamos, la Navidad ofrece paz y esperanza para todos aquellos que quieran tomarlas. Que usted y los suyos las disfruten en abundancia. Feliz Navidad.