martes, 14 de mayo de 2013

El maestro Tordo

Salvador Muñoz
Los Políticos

Juanita, creo que así se llamaba. Éramos seis en fila y cada uno de los que estábamos conoció a Juanita que se meció por los aires varias veces para reventar en nuestras nalgas como pago a la osadía de reventarle los dedos en la puerta a Paulino, nuestro compañero de clases.
El castigo lo impartió Hilda, la misma maestra que mi madre no quería que me diera clases por la fama de estricta que tenía... ¡y vaya que entendí porqué el miedo hacia ella! Ni por ser el último en la fila bastó para restarle fuerza a Juanita, que acabó partiéndose en mis glúteos. Estaba en tercero de primaria.
En tercero de secundaria, aún me intriga saber quién fue el compañero que me aventó un acordeón durante mi examen de Química que me valió ser reprobado al ser cachado por el maestro. Junto con esa materia, me llevé Matemáticas y la otra que sigo sin recordar pero no fue Física, porque bien recuerdo al maestro que dijo al principio de año, que quien no quisiera recibir su clase, tenía ocho y se podía salir... ¡por supuesto que me salí! Después, al verme solo, regresé al salón... ¡y saqué siete!
El maestro Silva, en la prepa, no podía verme sin calcetines, lo que equivalía a pagar con un jalón de patillas, un pellizco o un golpe en los brazos. Ya sin contar con el castigo de aguilita, en cuclillas y con los brazos extendidos con libros en las manos, en una esquina del salón.
Eran algunos de los maestros que me tocaron vivir...

II
¿Tuve malos maestros? No, a lo mejor hace 10 años hubiera dicho que sí, que tuve malos maestros, pero ahora, puedo decir que todos, cada uno de los que tuve, me dieron grandes lecciones que trato de repetir o no repetir, según el caso.
Por ejemplo, recuerdo mucho al maestro “Huesos”, que en un examen de Historia Universal, tras preguntarme el resultado de futbol del partido del mundial México 86 de esa mañana, me puso diez y cuando me iba a retirar, me dice: “Quédate, para que escuches las pendejadas de tus compañeros”. ¡Y fue terrible que el resto de mis compañeros que pasaron, le dieran la razón! “El Huesos” me marcó la impresión que muchas veces pueden tener los maestros de nosotros los alumnos.
Vázquez, mi maestro de Latín, siempre me hacía pasar al pizarrón aun cuando había otros que insistían en hacerlo, y yo no le atinaba a nada, ni a la traducción ni a las declinaciones. Al final del curso, al descubrir un diez en mi boleta, intrigado, le pregunté el porqué. Su respuesta me obligó a estudiar por mi cuenta latín: “Porque eras el único que pasaba al pizarrón”.

III
Sin embargo, con el respeto que me merece el magisterio, los mejores maestros que he tenido han estado fuera de las aulas. El jefe de Meseros de La Estancia, Manuel “El Huevo”. Sus palabras más certeras para mí, en una borrachera, fueron: “Júntate con los que saben, no con los pendejos; apréndeles”. Mi “primito” Raciel Martínez es otro gran “gurú”. Recuerdo cómo, con paciencia, cambiaba mis propuestas de encabezados y de manera simple, me explicaba la razón. Otro buen maestro del periodismo fue don Carlos Guillén Tapia, ¡un señor Zorro! Yayo Gutiérrez, hombre enérgico pero alegre, de quien tuve el privilegio de que respondiera a mis dudas cuando me dictaba su columna o contara historias, muchas historias que provocaban mi incredulidad ante lo duro de ellas, aunque la mejor lección era que no viera el problema, sino la solución.
IV
Aunque a estas alturas de mi vida, percibo que todos, de algún modo, somos maestros. Podemos ser buenos, malos, regulares, excelentes, ¡hasta “barcos”! Y lo mejor de esto, es que todos seguimos siendo alumnos y nuestra tarea diaria, es la de seguir aprendiendo de todo, de todos...

V
Mientras tomo café en compañía de unos amigos, veo a un tordo de hermoso plumaje negro. Toma algo en su pico y lo pasa entre sus alas. Después deja en el piso “eso” que es redondo y lo vuelve a tomar para repetir la acción en sus plumas. Me abstrae un poco de la conversación y trato de entender qué hace el ave... ¡ya! esa cosa redonda que tiene en su pico es un ciempiés. Lo que hace es provocar al insecto para que éste expida una sustancia tóxica la misma que expande en sus plumas el tordo, ¡así, limpia sus alas de parásitos! interrumpo a Julio Saldaña con mi descubrimiento y dice: “eso debiéramos hacer todos: deshacernos de los parásitos”. ¡Gracias, maestro tordo por la lección!

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