martes, 23 de septiembre de 2014

Vidas por probar


Cecilia Muñoz
(Tomado de Proyecto Kahlo)

Fue el 3 de diciembre de 2011 cuando Enrique Peña Nieto, candidato a la presidencia de México, terminó de perder el respeto de la nación que pretendía —y que, cosas de la vida, logró— gobernar. Hasta entonces, él no era más que un miembro más de un partido ladrón del que nadie confiaba, pero también era joven, guapo y casado con una actriz igualmente guapa; asimismo, arrastraba una historia de fraudes y sospechas, como su supuesta homosexualidad o su participación en la extraña muerte de su antigua esposa, una mujer no tan deslumbrante como la Gaviota, la ahora primera dama de México.
Era la Feria del Libro de Guadalajara, uno de esos espacios donde los dueños de las editoras y librerías se reúnen, presentan sus novedades y a los libros que les sobran les bajan unos cuantos pesos, para deleite de nosotrxs, lxs lectorxs sin dinero, más cerca de la clase baja que de la mítica clase media.
Peña Nieto se presentó a la Feria y cometió un error extraordinario que me recibiría a la mañana siguiente en mi sección de Noticias del Facebook. Resulta que alguien le pidió que nombrara tres libros que le hubieran cambiado la vida. Sólo tres, aunque uno fuera la Biblia. ¿Suena fácil, no? Pues todo lo que los mexicanos supimos ese día fue de un balbuceo nervioso que confundió títulos y autores. Todo lo que ese día supimos los mexicanos fue que corríamos el riesgo de ser representados (me niego a decir “gobernados”) por un individuo incapaz de nombrar tres libros correctamente.
A raíz de ello las redes sociales se llenaron de críticas, pero nadie jamás expresó cuáles eran los tres libros que les habían cambiado la vida, así que yo, estudiante de Letras y aspirante a escritora, llena de tinta o de sal, según se viera, me interrogué: ¿qué libros habían cambiado mi vida? La respuesta me dejó perpleja y ruborizada, por lo ridícula:
La lechera y el cántaro, porque fue el primer libro que fue mío, a mis tiernos 6 años; la colección de Calvin y Hobbes, que me otorgó un temprano desdén por el mundo, por los adultos y un incansable amor por la imaginación y los tigres… y los felinos en general. También me llenó de la necesidad de tener un Hobbes que me acompañara; y claro, Harry Potter, la primera novela que amé, que seguí, con la que crecí.
Sin embargo, no sólo me sentía ridícula, sino limitada. Yo no era sólo la lechera imprudente con la vista en el cielo ante un camino lleno de piedras, ni un niño de 6 años con una relación indeterminada con su tigre de peluche, ni mucho menos la potterhead de mi adolescencia. Era y soy más (y perdonen, pero debo ser honesta: la descripción es vieja y ya ha sido vista, pero es tan cierta como el día en que la tecleé apasionadamente en un post de Facebook): la Karenina, celosa, temblorosa, desquiciada al borde de la vía; Jane Eyre que se cuestiona sin parar sobre el techo, que se dice que ser mujer no puede ser la labor que le han encomendado; Catherine Earshaw, corriendo entre los páramos, porque ojalá Heathcliff, porque ojalá Linton no; Elizabeth Bennet, furiosa, orgullosa y hasta prejuiciosa, pero condenadamente inteligente; la Bovary que no sabe por qué, pero está tan hecha de carne y tan poco de tinta; Eva que revela al pecado y hasta la manzana que lo inaugura; he sido la princesa de la Sonatina, desde su principio a su final y viceversa.
Yo era todas ellas, y seguramente más. Yo era una multitud de personajes porque la definición única de mi ser me abrumaba por sus esquinas, por su espacio cerrado. He preferido, pues, hacerme de tinta.
Cuando vi la convocatoria de Proyecto Kahlo para hablar sobre arte supe que era imposible no participar. Yo no bailo, no actúo (no profesionalmente, al menos), no pinto ni mucho menos canto o toco algún instrumento. Pero leo. Y leo no porque quiera escapar de la realidad, sino porque quiero mirarla más de cerca. La literatura es espejo, diría Ethel Krauze, escritora mexicana.
Y escribo. Claro que escribo. Porque era el paso obvio después de la lectura, porque me gustan algunos verbos y otros tantos adjetivos. Porque cuando no sé qué sucede, de alguna forma la vida se me vuelve a acomodar cuando trazo temblorosas palabras.
La escritura, además, no sólo es espejo, sino grito. Ya alguna mujeres lo han sabido apreciar y demostrar: en España, por ejemplo, Rosalía de Castro y Almudena Grandes; en México, el país desde donde escribo, también ha habido grandes ejemplos: Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Elena Garro, Elena Poniatowska, Ángeles Mastretta, Nellie Campobello y, por supuesto, Ámparo Dávila, sin olvidar a la famosa por excelencia, a la que quizás todo el orbe sepa mencionar: Sor Juana Inés de la Cruz.
Leerlas es descubrir sus luchas, mirarlas de pie ante la injusticia y el absurdo, así como encontrar la capacidad catártica de la escritura, aquella que actualmente nos es muy fácil explotar gracias a este cachivache desde el que escribo, desde el que me leen. ¿Pero dejarla en el livejournal, en un tuit, en un post facebookero, tumbleriano, bloguero? Bueno, quizás eso podría ser fácil para algunas. ¿Pero qué hay de aquellas mujeres que apenas y escriben la lista del mandado, que apenas y conocen por dónde se enciende la computadora?
Quizás por eso DEMAC.
Volvemos a mí, pero ahora es 2014 y mi novio me anima a asistir a un taller de escritura para mujeres, mientras él toma una clase sabatina. Asisto a regañadientes. Y me quedo con la boca abierta apenas entro. ¡Todas las asistentes tienen más de 30 años! Entonces tomo asiento, sintiendo mi juventud una desventaja que sólo se alivia cuando llega una adolescente de no más de 16 años.
La maestra se presenta y explica qué es DEMAC: Documentación y Estudios sobre las Mujeres, una asociación civil que busca promover el desarrollo integral de las mujeres. Una de las acciones que realizan para tal es la publicación de autobiografías femeninas, una forma de encuentro y descubrimiento, así como de empoderamiento femenino. Buscan, por medio de la escritura, dar a conocer el pensamiento de la mujer mexicana. Finalmente, nos sonríe, nos muestra una caja de pañuelos, por si acaso, e inicia la clase, la cual consiste en realizar ciertos ejercicios y después leer en voz alta el resultado textual de éstos.
Cuando salgo, con un par de nudos en mi garganta, siento admiración y algo de vergüenza: yo me creía parte de un núcleo especial, dueño de los verbos, de los versos y las metáforas complicadas. Pero ahí, a lo largo de tres horas, fui testigo de voces adultas que tenían algo que contar, recuerdos que enseñar, una vida que probar.
Por esa razón, lectoras, las animo a olvidar su temor a la escritura y, mucho más, a la lectura. Acudan a ellas, piérdanse y encuéntrense sin querer, sin saber y por placer.
Ustedes también tienen una vida que probar.
O bien, una vida que poblar.

@Ronroneante

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