lunes, 29 de diciembre de 2008

Esperanzas

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Algunos lo definen como “filantropía” pero es posible que el significado original y más preciso de la palabra –amor por la humanidad— no alcance a describir con precisión al conjunto de actividades que llevan a cabo los integrantes de una comunidad, de manera voluntaria, sin retribución económica y con el objetivo claro de contribuir a la mejora en las condiciones de vida de todos. Hoy, el concepto de “filántropo” se refiere principalmente a una persona que regala su dinero y/o bienes para destinarlos a un fin determinado. De modo que filántropo se asocia a rico.
Probablemente el concepto de “trabajo social” se acerque un poco más al sentido de estas actividades altruistas, aunque también es cierto que, por lo menos en México, los trabajadores sociales son especialistas, generalmente entrenados, que sí cobran por su trabajo y que casi siempre sirven a instituciones públicas. Llamarlo “trabajo voluntario” tampoco resulta muy certero, porque es evidente que hay personas que hacen muchas cosas de manera voluntaria, sin que esto represente necesariamente un beneficio para su comunidad. Lo cierto es que, independientemente de cómo deba llamarse, resulta más sencillo entender el impacto favorable de estas actividades que darles un nombre preciso.
Mi interés por estas cosas creció a raíz del tristemente célebre hundimiento del barco “Prestige” en las costas de Galicia, resultado del cuál se derramaron 63 mil toneladas de petróleo sobre una extensa zona de litoral y mar abierto, en noviembre del 2002, produciendo uno de los peores desastres ecológicos de la época contemporánea. Debido a que la magnitud del incidente superó con mucho la capacidad de las autoridades para darle respuesta eficaz e inmediata, se hizo muy evidente el trabajo de cientos de personas que decidieron sumarse a las tareas de limpieza y recuperación de las áreas afectadas. Aunque no fue posible recoger la totalidad del combustible vertido y aún hoy permanecen algunos residuos de la fuga en acantilados y fondos marinos, nadie duda que estos hombres y mujeres preocupados por su entorno lograron con su trabajo intenso y comprometido que las secuelas de este ecocidio fueran mucho menores.
Pero no es necesario ir hasta el mar Cantábrico y las costas de Bretaña para tomar conciencia de esto. La gente recuerda a los voluntarios mexicanos improvisados como rescatistas y protectores urbanos luego de los sismos de 1985 en Ciudad de México. Muchos de ellos expusieron su vida y, aún sin recursos ni conocimientos técnicos, se sumaron masivamente a las tareas de salvamento y ayuda. Por supuesto hay muchos más casos, algunos no tan espectaculares y otros, incluso desconocidos, en los que héroes anónimos se han convertido en antídoto eficaz contra el sufrimiento y el dolor de los congéneres.
Esta solidaridad manifestada en momentos críticos tiene un enorme potencial que a veces no valoramos en toda su dimensión. No se trata únicamente de revertir o paliar los efectos de una catástrofe sino del valioso mensaje implícito de estas acciones: el orgullo de pertenecer a una comunidad que aprecia y respeta a sus integrantes y que encuentra, no siempre a través de los canales oficiales, mecanismos de ayuda y compensación para las personas que por una u otra circunstancia se convierten en víctimas y están en desventaja.
En realidad no es necesario esperar a que ocurran tragedias espectaculares para identificar a estas personas que han entendido el hecho de que una sociedad sólo funciona bien en la medida en que se privilegian los intereses comunes, lo que sirve a todos y no sólo a unos cuantos y quienes pueden hacerlo contribuyen de muy diversas formas al engrandecimiento de su comunidad. Por supuesto que este concepto trasciende con mucho al de “buen ciudadano” que se limita a pagar impuestos y cumplir con el servicio militar y obedecer las leyes, pues la clave está, precisamente, en aportar a los otros más de lo que es básico y obligatorio; en otras palabras, dar un poco más de lo que se recibe.
Obviamente esta actitud solidaria para con los demás implica esfuerzo, a veces peligro, pero sobre todo renuncias: al tiempo personal, al ocio y, algunas veces, también al patrimonio que se comparte a través de donaciones o del dinero que deja de ganarse, por ejemplo. Dependiendo de los países y las culturas, estas actividades son más o menos espontáneas o planificadas, tienen mayores o menores niveles de organización, se hacen a título personal o en el marco de asociaciones o clubes, de manera pública o anónima. Varias naciones del mundo han logrado construir extensas y eficaces redes de servicio que llegan a trascender sus límites territoriales y que logran atraer la atención sobre problemas y carencias que, de otro modo pasarían desapercibidos. La mera creación de conciencia es ya una gran aportación.
Hay casos conocidos de personas que abandonan carreras de éxito profesional y económico porque encontraron en el servicio a los demás su verdadera vocación. Algunas organizaciones como “Médicos sin Fronteras” han salvado miles de vidas, mientras que asociaciones no lucrativas distribuyen aparatos para sordera y sillas de ruedas a personas que no podrían costeárselas. Pero también hay muchas otras pequeñas acciones que pasan desapercibidas y que, no por ello, son menos importantes.
En Roma, cuyas calles estuvieron alguna vez repletas de excrementos de perro, vi a grupos de viejitos jubilados recogiendo las heces con unas palitas de madera; en el norte de México, es común que madres y padres de familia se roten como auxiliares de vialidad para controlar el tránsito de vehículos en el entorno de las escuelas, protegiendo a sus hijos y a toda la comunidad escolar; he visto escuelas exitosas para ciegos, patronatos universitarios y muchas organizaciones civiles que repercuten muy favorablemente en sus comunidades.
Y no se necesita tener dinero ni ser experto: condiscípulas mías de la preparatoria acuden regularmente a los asilos de ancianos, sólo para conversar con ellos, paliando un poco su soledad; hay varias organizaciones de mujeres que enseñan a sus congéneres nociones de economía familiar que incluyen recomendaciones para ayudar a los hijos con los deberes escolares, hacer reparaciones domésticas y hasta cocinar alimentos baratos y saludables. Atender gratuitamente a turistas y visitantes y proporcionarles información, contribuir a la conservación de parques, jardines y sitios históricos, preservar las tradiciones de cada localidad, recibir en casa a estudiantes extranjeros. La lista puede ser tan grande como la imaginación.
Cuando uno se involucra responsable y constantemente en este tipo de tareas descubre un nuevo sentido a la vida y contribuye al bienestar de otros. Tengo la convicción de que esas buenas prácticas se revierten para bien, porque propician el que otros se decidan a servir a su comunidad, con efectos multiplicadores. Necesariamente la convivencia se torna más amable y se incrementan los valores de respeto y tolerancia hacia los demás.
¿Cuándo fue la última vez que usted hizo un servicio desinteresado a otros?
Me parece que este es el camino para alejarnos de la frustración y la agresividad que nos contaminan a todos y recuperar el concepto de conciudadanos, de auténticos buenos vecinos. Creo que allí radica la esperanza de que nuestros hijos puedan vivir en una sociedad mejor, más humanitaria y pacífica. Creo que esta es una buena forma de empezar el año –y terminarlo— con optimismo. Feliz 2009.

antonionemi@gmail.com

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