lunes, 24 de noviembre de 2008
Complicaciones
Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas
El 15 de septiembre de 1941, en el “Palacio Chino” de Ciudad de México, se estrenó la película “Ay qué tiempos, señor don Simón”, escrita y dirigida por Julio Bracho quien -impulsado por el productor Agustín J. Fink— cruzaba por la puerta grande del cine mexicano, apenas a los 32 años. La juventud no era el único mérito de Bracho, si consideramos la talla de los artistas a los que dirigió en ésta su primera película: Joaquín Pardavé, Arturo de Córdova, Mapy Cortés y Anita Blanch.
Sin mayores pretensiones argumentales, la comedia recrea un affaire amoroso que bien puede ubicarse en los finales del siglo XIX, en el que menudean los enredos, la angustiosa paternidad de un hijo desconocido (que tampoco sabe quién es su padre), las penas de amor y, faltaba más, la intriga soterrada para desbancar al flamante presidente de la “Liga de las Buenas Costumbres”.
Orientados más a la parte cinematográfica, los análisis más conocidos de la película (Xavier Villaurrutia y Emilio García Riera) se refieren al ritmo ameno que sigue la comedia, aunque dejan de lado lo que para Julio Bracho fue el centro de su trama: una visión crítica de la ética porfiriana, elaborada justo un año antes de que México tomara partido dentro del clímax destructivo que fue la Segunda Guerra Mundial, apenas el mismo año en que se inventó la palabra “antibiótico” y se produjeron (mediante Rayos X) las primeras semillas modificadas para uso agrícola.
Con la distancia analítica que le permitían 40 o 50 años y en medio de una notoria ambivalencia, la película de Bracho ironizó sobre un puritanismo burdo y asfixiante: el dilema ético de la historia se centraba en la asistencia por parte de “caballeros respetables” a un teatro de revista pecaminoso y, por tanto, sólo para hombres, en el que las coristas –tiples— se atrevían a mostrar las curveadas pantorrillas y los abombados “bloomers”.
Por otro lado, el argumento rezuma nostalgia respecto de un estilo de vida mucho más simple y menos intenso pero al mismo tiempo más humano, en el que una confesión arrepentida y un acto de valentía eran suficientes para reconstruir la vida de todos y “ser felices para siempre”. De allí el memorable nombre de la cinta, que parece remitirse al inefable axioma: todo tiempo pasado fue mejor.
A 67 años del estreno de “Ay qué tiempos, señor don Simón”, la mitad del siglo pasado podría parecernos, a su vez, todo un remanso de paz y añoranza en el que –aparentemente— las cosas eran mucho más sencillas y la vida, más fácil de vivirse. No son pocos los que vuelven la vista hacia atrás, asumiendo que la nuestra es una época de caos e incertidumbre, plagada de problemas descomunales (que algunos tildan de irresolubles) y un escenario poco halagüeño para la mayoría de los terrícolas.
Y en efecto, los retos actuales no parecen pocos: es difícil refutar la evidencia de que el clima se torna más agresivo –y destructivo— que antaño y de que muchos efectos de esta modificación constante del hábitat repercuten directamente en demérito de la calidad de vida de la especie humana, incluyendo la posibilidad de inundación de muchas poblaciones costeras; por el incremento de los precios pero, principalmente, por un disparo exponencial de la demanda, el mundo enfrenta una crisis alimentaria que literalmente mata de hambre a miles de personas cada día, especialmente en África, aunque de seguir las cosas así, es probable que el fenómeno contagie de hambruna a otros continentes.
La disputa por el agua potable, cada vez más escasa, empieza a tomar dimensiones geoestratégicas, las próximas guerras serán por el agua, dicen los futurólogos; paradójicamente, en la era de la satisfacción total y el entretenimiento extremo, la frustración hace presa de millones de jóvenes y adultos –cada vez más— que apenas encuentran en las drogas (suaves y fuertes, legales e ilegales) un remedo de escape para depresiones, angustias y aburrimiento; hordas de migrantes (güeritos de ojos azules disfrazados de plomeros polacos o ex empleados de la KGB, negros de ébano a los que poco importan los peligros de muerte que implica cruzar en piragua las procelosas aguas del Mare Nostrum; indígenas monolingües que prefieren los disparos de los cazadores de hombres del desierto de Arizona a la pobreza y el martirio a que condena el terruño; chinos esclavizados por sus propios compatriotas en las mismas entrañas de Nueva York) buscan afanosos nuevos horizontes y persiguen sueños de esperanza que no pocas veces, millones de veces, terminan en pesadilla.
La delincuencia también se globaliza y quedan muy atrás las fronteras delictivas (el diario español “El País” avisa que 32 mexicanos han sido secuestrados en lo que va del año en California, algunos de ellos luego de que dejaron Tijuana en busca de una vida pacífica; las mafias del este de Europa se dan vuelo saqueando “chalés” en España y otros sitios del Viejo Continente) y, apenas unos cuantos piratas somalíes se dejan pedir 25 millones de dólares de rescate por un buque tanque aberrante en sí mismo y de igual tamaño que la ambición humana: cargado con 2 millones de barriles de petróleo (¿y si llegara a hundirse, de qué tamaño sería el ecocidio?).
Y para colmo, el sistema económico basado en la especulación financiera revienta, haciendo realidad el principio de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas, es decir, cargando sobre la espalda inocente de la gente de a pie más costos y, muy probablemente, más pobreza.
Lo cierto es que la generación de mediados del siglo pasado tuvo sus penurias, que no fueron pocas. Nadie sabe con precisión cuántos muertos produjo la Gran Guerra pero todos coinciden en que no menos de 55 millones, aunque puede que muchos más, por no hablar de los daños materiales y psicológicos. Esa fue la misma generación que presenció Hiroshima y Nagasaki, los mejores monumentos al horror sin adjetivos. Aquí, en México, esa generación tuvo que sortear un aciago clima de hostilidad intestina que no pocas veces pudo terminar en tragedia, si no es por las artes conciliadoras y la política de “Unidad Nacional” de Manuel Ávila Camacho quien, a propósito, también tuvo que devaluar el peso, sortear crisis sanitarias y hasta decidir la simbólica entrada de nuestro país a la guerra.
Es difícil pronunciarse sobre un tiempo mejor que otro; generalmente estos juicios quedan acotados por la experiencia personal de quien los emite, hablando de la feria como en ella le fue. Por eso resulta vital la actitud de cada individuo para enfrentar los retos que atañen a todos.
Son tiempos complejos, sin duda. Pero también es cierto que tenemos más y mejores herramientas para acometerlos. El desarrollo científico favorece (si los intereses económicos no lo impiden) mejores condiciones para la explotación racional de la naturaleza y la producción masiva de alimentos sanos suficientes y el aprovechamiento de nuevas fuentes de energía, así como el reciclamiento de recursos escasos como el agua; las nuevas tecnologías acercan la posibilidad de ofrecer vivienda digna, segura y accesible a quienes hoy carecen de ella; las herramientas de cooperación internacional, bien utilizadas, pueden neutralizar a los delincuentes transfronterizos; la medicina avanza y la enfermedad se combate con éxito (cuando la industria farmacéutica y los fabricantes de tecnología médica lo permiten, desde luego); la explosión de las comunicaciones permite aprovechar los aspectos más positivos de la “aldea global” como el goce de la diversidad cultural, el intercambio de experiencias y conocimientos y el acercamiento productivo entre los pueblos. Es tan simple como ponernos de acuerdo. Estos pueden ser buenos tiempos.
antonionemi@gmail.com
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