Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
Es posible que me equivoque, pero siempre he creído que el homicidio constituye no sólo un tabú sino una auténtica esencia genética que contribuye a la preservación (¿?) de la especie. Adicionalmente, es un hecho cierto que la mayor parte de las culturas y religiones condenan en forma categórica el privar voluntariamente de la vida a un congénere.
Incluso para aquéllas causas que son aceptadas como justificación para matar (la teoría de la “guerra justa”, el tiranicidio, el castigo criminal y la defensa propia, entre otras) se elaboran complicadísimas teorías en descargo de los homicidas, así actúen en cumplimiento de leyes o, simplemente, porque no tenían alternativa, dado que aún los “asesinatos justificados” resultan deleznables de una u otra forma.
Recuerdo un estado de la Unión Americana en el que hasta hace poco los reos sentenciados por delitos graves morían por pelotón de fusilamiento y a una de las armas que se utilizaban para la descarga se le dotaba con munición de salva, a fin de sortearlas entre los fusileros y disminuir así el remordimiento de quienes debían dispararlas.
El hecho de ser asesino u homicida conlleva una enorme carga moral, probablemente mucho mayor que la de un ladrón u otro tipo de delincuente. Un individuo con parámetros psicológicos dentro del promedio poblacional sufre una condición de ansiedad y pesar que reconocemos como ‘complejo de culpa’ cuando llega a matar, incluso si lo hace accidentalmente y, por el contrario, es muy frecuente que homicidas y asesinos que no sufren arrepentimiento: a] padezcan algún tipo de padecimiento psiquiátrico o severos desequilibrios emocionales o bien, b] hubieran actuado bajo el influjo de sustancias psicotrópicas u otras condiciones capaces de obnubilar su entendimiento y eludir la conciencia respecto de los resultados catastróficos e irreparables de sus actos.
Un respetado sacerdote con muchos años de experiencia en trabajo pastoral dentro de penitenciarías me explicaba que los asesinos múltiples suelen perder –en la medida en que continúan matando— los remordimientos que les aquejan “las primeras veces”; en realidad esta costumbre de matar sin lamentarlo es necesariamente patológica y contraria a la naturaleza humana. Si enfrentarnos con la muerte, el único destino cierto e inevitable de todo ser vivo, es causa de ansiedad y frustración, la congoja debiera ser mucho mayor si los decesos se producen por “causas no naturales” y responden a la acción premeditada de quienes se sienten con libertad para matar a otros.
Es cierto que desde Caín y Abel el asesinato está institucionalizado y que, en estricto sentido, siguiendo a Durkheim y a Weber, se trata de una anomia o una degradación más o menos presente en prácticamente todas las culturas. En otras palabras, sería difícil encontrar una sociedad sin homicidios ni asesinatos, aunque frente a esta realidad es legítimo preguntarse si debemos aceptar como algo natural que unos maten a otros o, peor aún, si debiera existir un cierto margen de “normalidad” o de “prevalencia estadística” en los asesinatos y por tanto consentir que se trata de hechos inevitables y, por ende, esperables. En ese caso, ¿debiéramos preocuparnos sólo cuando las cifras superaran cierto “rango aceptable”, a partir del asesinato número diez, o del cien, o del mil?
Las noticias sobre homicidios violentos son ya menos importantes que el estado del tiempo o los resultados del futbol, pasan de largo como si fueran asuntos irrelevantes e indignos de alcanzar nuestra atención. Porque ocurren lejos, muy lejos (“tan lejos” como Bagdad, Mérida, Tijuana o el campus de Virginia Tech), porque no podemos hacer nada por evitarlos, porque confundimos Somalia con El Congo o desconocemos el origen del conflicto histórico entre Pakistán y la India, porque el Procurador General de la República dice que se trata de narcotraficantes que están matándose entre sí, porque las necesidades de la vida cotidiana exigen nuestra atención mucho más que esas tétricas historias en las que mueren desconocidos. Lo cierto es que siempre hay una razón para desviar nuestra atención hacia asuntos más inmediatos y menos incómodos. Por molicie, solemos diferenciar las muertes que ocurren por razones militares o de fondo político respecto de aquéllas que responden a asuntos meramente delincuenciales pero ¿realmente hay diferencia?
Por ejemplo, apenas este fin de semana, después de celebrarse elecciones locales en la localidad de Jos, en el centro de Nigeria, una confrontación cobró la vida de 400 personas, muertos por balas y machetazos; 367 de ellos eran musulmanes y el resto, católicos. ¿Fue una guerra de religión o un homicidio colectivo?
El 31 de marzo de este año, el ejército de los Estados Unidos superó el record de 4 mil de sus soldados muertos en Irak, a propósito de la ocupación sancionada por la Organización de Naciones Unidas. En contrapartida, más de cien mil civiles irakíes, absolutamente ajenos al conflicto, han muerto desde que éste inició. Habrá quien piense que estos cadáveres, buena parte de ellos, de niños, mujeres y ancianos, son el precio a pagar por la libertad y la democracia en el mundo. Para otros, será una tragedia inefable. No sin ironía, los que ponen en duda el éxito de las medidas para reducir los muertos en Irak, afirman que, en realidad, ya no queda casi nadie a quien matar en aquella deshecha nación.
El balance provisional es de 195 asesinados por terroristas en Bombay, además de 300 personas con heridas significativas. Nadie sabe aún con precisión quiénes fueron los atacantes ni cuáles las razones del encono que les llevó a disparar contra personas “de a pie” en las calles, en la estación de tren, en hoteles y en centros de oración. Asombra la rabia y, al mismo tiempo, la frialdad de estos jóvenes entrenados para disparar a mansalva a personas indefensas, a diestra y siniestra, que no es lo mismo que detonar una bomba.
En lo que va de 2008, mil quinientas personas han sido asesinadas en Ciudad Juárez. Entre los más recientes y connotados homicidios, ocho víctimas fueron masacradas este viernes delante de decenas de testigos mientras cenaban en un lujoso restaurante de mariscos. Ese día, 23 de los 44 ejecutados en todo el país lo fueron en Chihuahua. Son cifras menos impactantes, desde luego, que los 4,881 asesinatos imputados en todo México a la delincuencia organizada, durante este año. De cualquier modo, alguien tendría que significar el pasado 3 de noviembre en la efeméride nacional, como el día de mayor oprobio y desencanto: 58 mexicanos salvajemente asesinados, en esas 24 horas, muy a pesar del “Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad”.
Muchos saben que Fernando Martí, de 14 años, fue asesinado por sus secuestradores, después de que su familia pagara el rescate. Pero tristemente no es el único caso: muchos otros son desconocidos por la sociedad u olvidados, a fin de cuentas forman parte del paisaje cotidiano.
Los asesinatos no son normales, no deberían serlo. Que nadie se acostumbre a ellos, ni aquí, ni en Jos, ni en Adhamiya, ni en Bombay. Que nadie cuente a los muertos como moscas.
antonionemi@gmail.com
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