Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas
Las expresiones son duras y hasta vergonzantes. Logran que uno se sienta culpable. Se trata de “sociedad de consumo” y “consumismo”. El primero es un concepto utilizado en economía para describir la etapa postindustrial del capitalismo caracterizada por una elevación sostenida de los índices de crecimiento. Este momento de la historia económica se basa principalmente en la activación de los mercados mediante la adquisición de bienes y servicios y, lógicamente, las medidas salariales y crediticias necesarias para que los consumidores puedan mantener y, a ser posible, incrementar su capacidad de compra. El consumo como motor de la economía, es la manera más reducida de decirlo.
De hecho, las estrategias seguidas para enfrentar las severas consecuencias de la Gran Depresión de 1929 y la Segunda Guerra Mundial, tanto en Europa como en los Estados Unidos, se basaron en el gasto público y el desarrollo de infraestructuras, pero también en medidas financieras destinadas directamente a las familias. “Una casa y un coche para cada trabajador” fueron objetivo estratégico de los gobiernos estadounidenses y, no en balde, las industrias de la construcción y del automóvil siguen siendo pivotes (y, actualmente, dolores de cabeza) para la economía norteamericana.
Además de capacidad adquisitiva de los compradores (mediante buenos salarios y/o crédito) el incremento del consumo necesita de la oferta, es decir, de proveedores de mercancías con posibilidad de distribuir y colocar los productos al alcance de los consumidores potenciales, en cantidades suficientes y con oportunidad, pues en el Hemisferio Norte sería absurdo ofrecer abrigos de lana en mayo, por ejemplo. Sin embargo, el ingrediente más importante de la fórmula, que podría parecer el más subjetivo e intangible radica en la motivación de la demanda, es decir, lo que los expertos llaman la “creación de la necesidad” en los consumidores.
Esta mecánica parte del sencillo principio de que, en condiciones normales, la gente no compra aquello que considera inútil o innecesario. Por eso, nadie duda que el verdadero motor de la sociedad de consumo está en la mercadotecnia, es decir, las técnicas utilizadas para convencer a un consumidor de que tiene una necesidad y de que cierto producto o servicio se la puede resolver. Una definición más cínica respecto de la publicidad asume que se trata de convertir en útil, conveniente e indispensable aquello que no lo es.
Así, la belleza, la vida sana, la moda en el vestir, los autos de lujo, la decoración, la higiene corporal, el cine y la música, la virilidad, la rapidez, la tecnología de vanguardia, el sexo después de los 60, la longevidad y hasta la vida eterna se han convertido en expectativas de la vida cotidiana, inducidas por un aplastante aparato publicitario y, también, por una masa de consumidores dispuesta a asumir como verdades eternas las ofertas –muchas veces inviables e imposibles de concretar— de miles de productos efímeros, rápidamente superados por otros “mas eficaces” y, por ende, más deseables.
Nadie duda que los expertos en hábitos y preferencias de los consumidores se han convertido en auténticos gurús, llegando a modificar los patrones de vida de la mayor parte de las naciones del mundo. El fabricante y el comerciante que quieren triunfar, antes que mercancías para vender, deberían hacerse con un buen publicista. El asunto es tan extremo que no son pocos los casos en que primero se hace el trabajo mecadológico y publicitario y después se diseñan los productos de consumo.
De hecho, en los últimos cincuenta años, la ingesta diaria de tres mil calorías en algunos países es una auténtica novedad para la especie humana, reflejo de una sociedad de súper abundancia que realmente no existe y que además trae consigo problemas de salud pública convertidos en pandemias (obesidad, diabetes, cardiopatías, cáncer) atribuibles directamente a los excesos en el estilo de vida.
Hoy pertenecemos, casi sin excepciones, a una civilización consumista –el otro concepto pecaminoso— que gasta más de lo que produce, al extremo de una auténtica depredación de los recursos naturales y repercusiones de todo orden en la vida cotidiana, incluyendo las de carácter psicológico para miles de personas aquejadas por las frustraciones que causa el no poder comprar las maravillosas panaceas que se ofrecen en los grandes escaparates de las tiendas departamentales o se anuncian en el horario triple A de las televisoras. Porque ha de saberse que la gran mayoría de las mujeres del mundo, que subsisten con ingresos menores a dos dólares diarios, no pueden comprar las cremas reafirmantes, antiedad y desvanecedoras de arrugas que, cual poción mágica, convierten a cualquier mujer en eternamente bella (saludos, Alejandra).
Y es que el consumismo refleja mejor que cualquier otra cosa las salvajes inequidades a nivel planetario y dentro de los países. Es relativamente sencillo constatarlo: acuda unos minutos al mostrador de una farmacia y observe cuántas personas se retiran sin poder comprarlos, después de preguntar el precio de los medicamentos. Ofende. Mientras “la llave del mundo” y “el poder de su firma” reproducen nuevos esquemas de esclavitud crediticia que atrapan y causan ansiedad, hay también quienes –por hordas— mueren de hambre cada día. Es difícil ignorarlo.
Dicen los expertos, además, que el consumo excedido es suplente para el afecto y sucedáneo del equilibrio emocional; agregan que ciertas patologías como la obesidad inducen la credibilidad e ingenuidad de los consumidores en busca de soluciones fáciles para sus problemas difíciles y que depresión y consumo forman una alianza indisoluble.
El tema es, también, la profunda insatisfacción con la que ha de vivirse: nunca se tendrá por mucho tiempo el teléfono celular de vanguardia, al día siguiente habrá uno mejor y la necesidad de obtenerlo; la computadora nunca será suficientemente rápida ni grande de memoria, como las nuevas que a su vez, pronto habrán caducado. La carrera no termina nunca y, por ende, nunca existe la satisfacción total. Es el gran juego del mercado, cuya consecuencia directa implica miles de millones de toneladas de basura electrónica altamente contaminante.
Pero… ¿usted renuncia a comprar?, ¿rechaza que hay grandes dosis de placer en el proceso de adquirir cosas? Me temo que no se trata sólo de la compulsión de poseer y acumular objetos más o menos inútiles. Hay toda una percepción del mundo que se reduce a la irresponsable pero indiscutible sentencia: “para eso trabajo, para comprarme –si puedo— lo que se me antoja”. Y… ¿no le gusta recibir regalos?, ¿y regalar, a poco no es aún mejor?
No en balde el gobierno británico acaba de hacer una sensible reducción de los impuestos al consumo y una invitación directa a que la gente compre durante el período navideño: saben que los efectos de una economía en quiebra son mucho peores que las consecuencias de una economía consumista, por más que ésta nos haga sentir culpables. En todo caso, bastaría con ajustar las compras a la capacidad financiera de cada persona, sin comprometer los ingresos futuros. Me parece que allí está la clave.
antonionemi@gmail.com
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