El Hijo Pródigo
El día que te contemplé mirando el cuadro colgado en el muro, buscando la profundidad en el paisaje detenido, en los colores, en las figuras, ese día decidí que deberíamos tener nuestra propia casa. Muchos años vivimos en un departamento pequeño, de cuatro paredes, en el cuarto piso de un condominio con dos ventanas inútiles, estériles; una daba a un patio por donde sólo entraba la lástima de un perro maltratado y la otra daba a un muro tardío que no estaba cuando llegamos.
Tienes unos ojos enormes que siempre me ha parecido miran más allá de cualquier horizonte. Me pareció que tus ojos, en ese departamento tan pequeño, estaban como en una prisión; poco a poco fueron perdiendo su brillo y se sumieron en una monotonía enfermiza.
Te crees que no, pero me daba cuenta de los grandes esfuerzos que hacías por sonreír. Si por ti hubiera sido, habrías soportado el encierro de tus ojos, la prisión de esa mirada bella que fue lo que me enamoró de ti.
Primero buscamos dónde y lo encontramos. Allá, en un lugar alto de la ciudad, donde los vientos soplan con rigor, donde la hierba crece silvestre y el murmullo del silencio nos arrullaría los sueños. En ese lugar pusimos los fundamentos, la base de una construcción que habríamos de regar, como a las plantas, con buenas ideas.
Yo no sé de espacios pero tú diste rienda suelta a tu libertad y haciendo gala de tu mirada, sabías muy bien donde debía ir cada habitación.
Para llegar a la casa es necesario recorrer un camino breve de piedras de río. “El agua -me dijiste- es lo que recibirá a los visitantes, el agua que pulió las piedras de ese camino”. En la entrada hay un pequeño recibidor con muebles de mimbre y una hamaca de red que cuelga de dos troncos de madera. Adentro el techo es alto, de vigas de madera que caen y se detienen en el exterior, en esos dos troncos. En los días de lluvia el agua cae veloz como en cascada.
Allá pusiste la cocina, cerca el comedor, donde una puerta se abre a un jardín que es un sendero que lleva a un árbol que sólo en mayo da flores amarillas. No olvidaste poner una ventana enorme en la estancia para que pudieras mirar los cocuyos en la noche, sentada en tu sillón favorito. Allá el estudio, lejos de la humedad que carcome los libros, más pegado al silencio que cualquier otro cuarto. La recamara la dispusiste bien orientada, hacia el punto cardinal que más te favorece, poniendo como respaldo de la cama un muro sólido por donde treparán tus sueños.
El jardín lo llenaste de flores que por la tarde sueltan su perfume. No olvidaste los árboles frutales, no olvidaste un sólo detalle, porque siempre tuviste en tu memoria la casa que querías edificar. La tuviste primero en tus sueños, la guardaste un tiempo en tu corazón y ahora, que la has hecho realidad la compartes conmigo.
Tú, que eres aire, que eres agua, me buscaste a mí que soy tierra, que soy fuego y juntos seremos un hogar con alma.
*Publicado en la revista de arquitectura M2X
El día que te contemplé mirando el cuadro colgado en el muro, buscando la profundidad en el paisaje detenido, en los colores, en las figuras, ese día decidí que deberíamos tener nuestra propia casa. Muchos años vivimos en un departamento pequeño, de cuatro paredes, en el cuarto piso de un condominio con dos ventanas inútiles, estériles; una daba a un patio por donde sólo entraba la lástima de un perro maltratado y la otra daba a un muro tardío que no estaba cuando llegamos.
Tienes unos ojos enormes que siempre me ha parecido miran más allá de cualquier horizonte. Me pareció que tus ojos, en ese departamento tan pequeño, estaban como en una prisión; poco a poco fueron perdiendo su brillo y se sumieron en una monotonía enfermiza.
Te crees que no, pero me daba cuenta de los grandes esfuerzos que hacías por sonreír. Si por ti hubiera sido, habrías soportado el encierro de tus ojos, la prisión de esa mirada bella que fue lo que me enamoró de ti.
Primero buscamos dónde y lo encontramos. Allá, en un lugar alto de la ciudad, donde los vientos soplan con rigor, donde la hierba crece silvestre y el murmullo del silencio nos arrullaría los sueños. En ese lugar pusimos los fundamentos, la base de una construcción que habríamos de regar, como a las plantas, con buenas ideas.
Yo no sé de espacios pero tú diste rienda suelta a tu libertad y haciendo gala de tu mirada, sabías muy bien donde debía ir cada habitación.
Para llegar a la casa es necesario recorrer un camino breve de piedras de río. “El agua -me dijiste- es lo que recibirá a los visitantes, el agua que pulió las piedras de ese camino”. En la entrada hay un pequeño recibidor con muebles de mimbre y una hamaca de red que cuelga de dos troncos de madera. Adentro el techo es alto, de vigas de madera que caen y se detienen en el exterior, en esos dos troncos. En los días de lluvia el agua cae veloz como en cascada.
Allá pusiste la cocina, cerca el comedor, donde una puerta se abre a un jardín que es un sendero que lleva a un árbol que sólo en mayo da flores amarillas. No olvidaste poner una ventana enorme en la estancia para que pudieras mirar los cocuyos en la noche, sentada en tu sillón favorito. Allá el estudio, lejos de la humedad que carcome los libros, más pegado al silencio que cualquier otro cuarto. La recamara la dispusiste bien orientada, hacia el punto cardinal que más te favorece, poniendo como respaldo de la cama un muro sólido por donde treparán tus sueños.
El jardín lo llenaste de flores que por la tarde sueltan su perfume. No olvidaste los árboles frutales, no olvidaste un sólo detalle, porque siempre tuviste en tu memoria la casa que querías edificar. La tuviste primero en tus sueños, la guardaste un tiempo en tu corazón y ahora, que la has hecho realidad la compartes conmigo.
Tú, que eres aire, que eres agua, me buscaste a mí que soy tierra, que soy fuego y juntos seremos un hogar con alma.
*Publicado en la revista de arquitectura M2X
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