Juan Antonio Nemi Dib
(Historia de Cosas Pequeñas)
Seguramente usted recuerda que hasta hace unos meses estuvo vigente una de las normas más injustas e incomprensibles para los consumidores mexicanos, que nos obligaba a pagar por las llamadas de larga distancia que se recibían en los celulares. El impacto de este cobro absurdo era tanto, que a partir de su derogación, el uso de teléfonos portátiles ha crecido geométricamente.
A propósito de eso, un domingo al medio día viajando con mi familia por la autopista, recibí una llamada que me sorprendió por dos cosas: primero porque estábamos en un sitio como muchos otros del país, donde la señal de las antenas de telefonía es peor que mala y, sin embargo, en ese momento me llegaba con nitidez y, por otro lado, se trataba de un número (desde donde me hablaban) extraño y por lo mismo muy fácil de retener: el 00000012.
Un joven me pidió hablar conmigo, como titular del contrato y, cuando le dije que era yo, pasó sin más a preguntar: “¿se encuentra usted en su ciudad?”; extrañado le respondí que no había razón alguna para que yo le respondiera dónde estaba, sin saber siquiera quién era él ni qué quería. Entonces, con voz indignada pero tratando de mantener el mínimo de amabilidad exigida por sus manuales de ventas, me dijo que en realidad me estaba haciendo un favor, pues al preguntar si estaba yo de viaje, me ahorraba un costo en mi facturación de teléfono y me haría el servicio de llamarme después.
Ante tal muestra de bondad y embargado de sincera gratitud opté por decirle que sí, que en efecto me encontraba yo de viaje y ya con cierta pena me atreví a preguntarle el motivo de su llamada, a lo cual, muy ufano, respondió con un catálogo de nuevos e inútiles servicios telefónicos que esperaba venderme a precios “módicos”, para incrementar el monto de mi factura mensual (en promedio siete veces más que en Estados Unidos, que eso pagamos los mexicanos por nuestro pésimo servicio celular, según la “Pagina del Consumidor” del diario “La Jornada”).
Interrumpiéndolo, antes de cortar y con gran rapidez, le dediqué dos frescas al presidente de su compañía telefónica y las hice extensivas al pobre hombre que a fin de cuentas sólo hacía su trabajo. Increíblemente, con una gran dosis de ingenuidad, el joven intentó liberar su frustración llamándome de nuevo y seguramente esperando que yo respondiera el teléfono.
Después de esa experiencia (que por supuesto me facturaron) he tenido el cuidado de registrar las llamadas telefónicas que recibo para felicitarme por mi gran expediente crediticio y proponerme que cambie de banco, las llamadas que me ofrecen 4 días de estancia gratuita en un conjunto habitacional de Playa del Carmen o incluso, las que me “regalan” una nueva tarjeta de crédito, las más osadas y ostensiblemente fraudulentas, que me declaran ganador de una lotería millonaria a la que no he jugado y que me piden un depósito de cinco mil pesos para garantizar el premio por el que nunca concursé. Muchas llamadas con cara de dinero fácil forman parte de una extensa red de fraudes que se esconde muy bien al amparo del anonimato telefónico y nuestras ambiciones, fácilmente excitables. Dos amigos me presumieron ufanos sendos mensajes recibidos en sus celulares, que los declaraban ganadores del “Boletazo” y les pedían dinero a cambio como requisito para recoger su auto Jetta último modelo.
Estafas o no, las llamadas de vendedores llegan sin recato y por decenas a los teléfonos de la oficina, a los de casa y a los propios celulares. Las más osadas son las de una tarjeta de crédito que se dice “la llave del mundo” y que a mi juicio es la más inmoral y abusiva de cuantas corporaciones financieras hayan existido en el planeta y que, aunque usted no lo crea, se han comunicado a las seis con cincuenta y cinco minutos de la mañana no sólo para hacer las veces de mi despertador (justo cuando menos lo necesito) sino para sugerirme que por treinta dólares mensuales, cuando yo me muera, harán lo imposible por regatearles a mis deudos el pago de un seguro de vida que evidentemente no les he pedido ni pienso contratarles. Muchos improperios no han sido suficientes: persisten, persisten, vuelven a llamar, total que los bancos –y menos ése— no tienen dignidad ni progenitora por la que se pudieran sentir agraviados. Lo único que queda es cortar la llamada.
El tráfico de información personal es infame y nadie se molesta en regularlo, mucho menos en penalizar a quienes con toda impunidad distribuyen sus bases de datos de clientes y usuarios como confeti en desfile de carnaval; ¿quién caramba dijo quién soy y dónde vivo a una inmobiliaria de Los Cabos que generosamente me ofreció utilizar mi línea de crédito bancario para financiar la compra de un terreno a precio de remate por 800 dólares el metro?
Se supone que instituciones como el Buró de Crédito dan certidumbre a las operaciones mercantiles y propician una cultura de responsabilidad en los acreditados, pero el intercambio de información excede claramente los límites de esa certidumbre deseable y se convierte en una agresión a la gente, que una vez más queda indefensa en medio de la economía monopólica. Los abusos cometidos contra los consumidores al amparo del famoso Buró de Crédito son enormes y a fin de cuentas se trata de una entidad privada que se arroga el derecho de sentenciar la solvencia y la moralidad de las personas, como si fuera el justo juez Salomón. Pero en cambio, estas corporaciones no hacen absolutamente nada para proteger la privacidad de sus clientes pues, a fin de cuentas, ellos están para proteger sus dividendos y no a los usuarios.
Igual de grave todavía es el abuso de los bancos y otras entidades comerciales que usan nuestros datos personales para bombardearnos mañana, tarde y noche, con una mercadotecnia infame, útil sólo para endeudarnos más y hacernos comprar justo lo que no necesitamos.
Lo confieso: pasé de victimario a víctima, pues al menos en dos ocasiones usé el teléfono como vía de proselitismo; creo que no debo hacerlo más.
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