martes, 30 de octubre de 2007

Celebraciones

Juan Antonio Nemi Dib
(Historias de Cosas Pequeñas)

Es difícil convencer al niño huérfano de que la vida es hermosa y más complicado llevar el mismo mensaje a una madre que observa a su hijo morir enfermo o en la repentina tragedia de un accidente; ¿cómo hablarle al campesino hambriento de las sutilezas de la pintura de Diego Velázquez o sublimarlo con las campanadas y los cañonazos de la Obertura 1812 de Tchaikovsky?
Se requiere de una predisposición de ánimo y un estado general (de salud, de calidad de vida) propicios para que una persona se declare feliz (o casi), complacida con sus vivencias y optimista respecto del futuro; cuando todo es adverso y las perspectivas no son halagüeñas, sólo los individuos de férrea voluntad y plena confianza en sí mismos pueden remontar sin ayuda y superar las contrariedades a fuerza de ánimo y determinación.
Pero no se trata sólo de la voluntad de ser felices o la falta de ésta. Hoy sabemos que las sensaciones de tristeza, nostalgia, abatimiento y desamparo se deben al entorno agresivo que causa daños físicos y patrimoniales, duelos, fracasos profesionales y todo aquello que pone obstáculos a la vida plena y satisfactoria pero está científicamente probado que también ciertas formaciones cerebrales provocan alteraciones en las substancias que actúan como mensajeros dentro del cerebro (serotonina, acetilcolina, catecolaminas) y que dichas alteraciones, sumadas a deficiencias y/o excesos de algunas hormonas en el cuerpo, son causa principalísima de los estados depresivos.
Consecuentemente, parece que la lotería de la vida distingue a los guapos de los feos pero también a aquellos que por ciertas características de su cerebro son más o menos proclives a la felicidad. ¿Individuos predestinados para sufrir? Si esa era la maldición, parece que no lo es más...
Así como la cirugía plástica y las nuevas técnicas de “mejoramiento corporal” han resuelto los problemas de identidad de millones de personas que adaptan sus caras y cuerpos a las exigencias estéticas contemporáneas que se basan en la apariencia, la buena noticia es que la evolución de una nueva rama de la medicina –la farmacología neurológica– es vertiginosa y cada día se ofrecen en el mercado nuevos antidepresivos y ansiolíticos muy exitosos que ayudan mucho a personas jóvenes y viejas, de todos los sexos y estratos socioeconómicos a superar este flagelo de la depresión que afecta a uno de cada cinco habitantes del planeta, a uno de cada tres ancianos y por lo menos una vez en la vida, en episodios temporales, a la mitad de las mujeres.
Quizá veamos el día en que una píldora sea capaz de eliminar de raíz toda tristeza, permitiéndonos una visión más clara y optimista de las cosas y facilitando nuestro paso por este mundo, en beneficio de quienes nos rodean y, al menos por ahora, sufren las consecuencias de nuestros malestares emocionales. Por lo menos, así lo describió en 1932 Aldous Huxley en su fantástica, visionaria –y depresiva– novela “Un Mundo Feliz”.
Pero mientras llega ese deseable día de la tableta mágica (esta vez inocua, sin adicciones ni efectos colaterales), es importante recordar que, igual que ocurre con el dolor físico, las personas presentan distintos umbrales de resistencia a la tensión emocional. Y distintos tipos de respuesta.
En el mismo sentido, la felicidad es un propósito imposible de igualar y hacer equitativo, pues necesariamente está condicionado por las expectativas de cada persona. Por ejemplo, basta un dulce para que un niño indígena habitante de zona marginal y remota vea concretadas sus aspiraciones inmediatas de vida, sintiéndose realmente feliz, pues no necesita nada más, mientras que un joven habitante de zona urbana sin acceso a los “satisfactores” de la vida moderna pero ávido de ellos, es candidato natural a la frustración, el desánimo y el resentimiento.
Vivimos en medio de sociedad hedonista que postula el placer inmediato y sin límites y sitúa en la acumulación de bienes materiales el destino de todo esfuerzo es el caldo de cultivo natural para la infelicidad. El éxito parece medirse en pesos y centavos, no más. Estas neurosis por falta de logros materiales nada tienen que ver con la bioquímica cerebral, pero igual afectan a quienes las padecen pues la comunidad parece declarar como fracasados a aquellos que no consiguen los nuevos requisitos del triunfo socialmente reconocido: acumulación de dinero, a veces sólo para gastarlo en cosas innecesarias, cultura de lo superficial incluyendo por supuesto la apariencia física y “triunfo” sobre los demás al precio que sea.
Yo no tengo y con toda seguridad no tendré nunca un Ferrari Testarrosa, difícilmente podré juntar 100 mil euros para comprarme un reloj de oro rosado de 150 complicaciones con cristal de zafiro y ¼ de quilate de diamantes y probablemente nunca pueda invitar a cenar a “La Tour d’Argent” a la señora Angelina Jolie. De modo que si quiero evitar el suicidio, inevitablemente tengo que apelar a otros motivos para dar sentido a mi existencia.
Lo cierto es que sin duda tengo esos motivos: una maravillosa familia, extraordinarios amigos, mejores compañeros de trabajo, actividades que me realizan (como esta de escribir tonterías que usted me hace el favor de leer) y muchas personas a las cuáles servirles, aunque sea un poco. Todos estos –y muchos más, como “Las Meninas” y el “Vals de las Flores”– son motivos de celebración y agradecimiento. Aún no es mi tiempo para los antidepresivos. Sí lo es para celebraciones.

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