Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
En la historia de mi familia se registra un siniestro que dejó huellas profundas en todos, incluso los que nacimos después de que mi abuela materna –Panchita pa’ los cuates—, Antonio –el hermano menor de mi mamá— y doña Nieves –la futura suegra de mi tío— murieron incrustados debajo de un camión cañero estacionado al comienzo de la “Curva de la Muerte”, en la carretera federal, por el rumbo de Cuihtláhuac.
A trozos, el relato se reconstruye cada vez más borroso en el tiempo: venían regresando de una fiesta de boda, viajaban seis en el Chrysler ‘De Soto’ 1959, la noche era obscura y –aquí empiezan las presunciones— repentinamente se toparon de frente con la mole del carguero bajo del cual se fue a meter el coche en que viajaban; los tres pasajeros de atrás –Blanca, la fallida novia, Victoria, también hermana de mi madre y Beto, el hijo de ésta— quedaron vivos pero gravemente heridos y, en el caso de mi tía, con dolorosas secuelas que le duraron toda la vida.
Me dicen mis hermanos que mi tío Antonio manejaba extraordinariamente bien, que era un gran conductor, como un profesional del automovilismo, pero que precisamente por eso, le “pesaba la pata”, es decir, que no se limitaba en aquello de manejar demasiado rápido; suponen que se deslumbró o que no vio con claridad y le fue imposible evitar el choque. Pero, por otro lado, algún testigo acomedido estuvo pronto a decir que la culpa del choque fue del chofer cañero, que había dejado su transporte mal colocado en el acotamiento y sin luces de advertencia.
Siempre me he creído esta versión, que explica al menos en parte un suceso brutal, trágico por donde se le vea, puesto que mi tío muerto y Blanca, su novia, estaban en los preparativos finales de su propia boda y se supone que él tenía la experiencia y las habilidades como para evitar un siniestro tan absurdo y tan fácil de prevenir.
Sin embargo, un poco de reflexión crítica obliga a replantearse los hechos, empezando por reconocer que la tecnología automotriz disponible hace 48 años era francamente rudimentaria, que se dificultaba mucho frenar un vehículo repentinamente (lo que hoy se puede hacer con relativa facilidad) y que muchos choques, por leves que parecieran, solían tener consecuencias fatales para las personas debido a la estructura de los coches, sumamente pesados, poco flexibles y, evidentemente, no diseñados para proteger la vida de sus ocupantes, que recibían de lleno y sin protección el impacto de los golpes (lo que en física llaman “energía cinética”). En aquéllos modelos de autos, los habitáculos protegían poco o nada a los pasajeros y, muchas veces, al ocurrir un choque, las mismas partes del vehículo se incrustaban en los ocupantes.
También es cierto que las especificaciones de construcción de carreteras eran sumamente limitadas comparadas con las actuales, al punto de que yo mismo recuerdo dos o tres rectificaciones y trazos nuevos a esa tristemente célebre Curva de la Muerte, en la que los siniestros se contaban por decenas hasta que se construyó la autopista que corre paralela, bajando drásticamente la densidad de tráfico y se corrigieron definitivamente su nivel de peralte y los grados de la curva.
Habría sido necesario demostrar si las luces traseras del camión estacionado estaban realmente apagadas cuando debieron estar encendidas y, por otro lado, si mi tío –viajando a velocidad conveniente y con las precauciones debidas— habría evitado el encontronazo; pero eso no se sabrá nunca. De cualquier modo, José Luis Peralta, Comisario de la entonces Policía Federal de Caminos y entrañable amigo de la familia, logró localizar al chofer del cañero que, a pedido expreso de mi mamá no fue detenido ni procesado, por dos razones simples: podía tratarse de una injusticia y, por otro lado, aun en el remoto caso de que fuese justo el castigarle, decía mi madre que nada, ni la cárcel del chofer, iba a devolverle la vida a mi abuela y a mi tío, tampoco a doña Nieves.
No sé por qué las llaman “calaveras” pero uno no entiende la importancia de estas luces traseras de los vehículos hasta que de noche, en la autopista nublada, se topa uno con el coche o camión que no las lleva o que no le funcionan.
Me ocurrió precisamente ayer, regresando con mi esposa de un compromiso nocturno en Veracruz; subiendo sobre un tramo en pendiente y también curvado, a la altura de Plan del Río: intempestivamente apareció frente a mi, a unos cuatro o cinco metros de distancia y con una lentitud pasmosa, como si su añejo motor diera los últimos alientos a modo de espasmos, una camioneta chatarra repleta de carga a la que logré distinguir por sus menguadas luces frontales y que pudo ser mi último destino o el de cualquier otro automovilista. Por suerte la libramos sin mayor contratiempo, pero entonces me acordé de la triste anécdota familiar.
El conductor de un vehículo sin “calaveras” es un homicida en potencia; no hay penuria económica, prisa por viajar ni escasez de refacciones que lo justifique; un vehículo sin luces no debe circular y menos aún, por carretera. Quienes tripulan sus coches y camiones sin luces, y en general, en malas condiciones mecánicas, en realidad expresan una profunda indolencia, enorme desprecio por su propia vida y especialmente, por los demás. Manejar sin luces es igual y a veces más grave que manejar sin frenos, es igual que conducir borracho (a), es igual que jugar a la ruleta rusa pero con la vida de otros.
Las reglas de tránsito se hacen no para completar los ingresos de los encargados de aplicarlas, sino para evitar accidentes y salvar vidas. Por lo menos a estas calaveras hay que respetarlas y mantenerlas con vida.
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