lunes, 10 de diciembre de 2007

Deudores I

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Donde quiera se cuecen habas, ni duda cabe. Aunque sus autoridades lo nieguen e intenten minimizarlo, la economía más grande del mundo, la de los Estados Unidos, enfrenta en estos días uno de sus momentos más complicados en el último decenio. La razón: bancos y sociedades hipotecarias prestaron dinero de más, sin verificar la capacidad de pago de sus deudores y en condiciones que han vuelto impagables muchos de los créditos para compra de vivienda, créditos que se otorgaron con demasiada ligereza y muy poca seguridad de que serán oportunamente recuperados.
A causa de esta problemática inmobiliaria, por lo menos dos grandes empresas financieras norteamericanas ya quebraron, llevando consigo a decenas de pequeños prestamistas incapaces de devolver a sus dueños el dinero que tomaron de ellos para financiar la compra de casas a 25 o 30 años de plazo y justo ahora los ojos de la opinión pública estadounidense están puestos en los presidentes de los consejos de administración de las mayores corporaciones bancarias e inmobiliarias –los famosos CEO’s— a quienes empieza a responsabilizarse directamente de la excesiva rapidez y el poco tiento con que prestaron el dinero que sus ahorradores les habían confiado.
Los expertos aseguran que ésta, la reconocida ya como “Crisis Hipotecaria Americana” , le pegó al menos con nueve puntos –hasta ahora— al mercado accionario de los Estados Unidos y la famosa FED, la Reserva Federal o Banco Central de aquél país, tuvo que disponer de un fondo inmediato de 24 mil millones de dólares para tratar de mantener la mayor estabilidad posible en su economía, presa de nerviosismo e irritabilidad.
Pero las verdaderas víctimas de todo esto son cientos de miles de familias norteamericanas de clase media y media baja que repentinamente se enfrentan al riesgo real e inmediato de perder sus viviendas y, con ellas, los ahorros de toda la vida que constituyeron los enganches y acondicionamientos de las casas cuya posesión ahora peligra; sólo en California, en apenas un año, los desahucios o ejecuciones, es decir, las expulsiones de las familias que no pudieron pagar sus hipotecas, creció en 360%, según las cifras oficiales.
Esto recuerda que miles de mexicanos ya pasaron por esas terribles experiencias después de diciembre de 1995; habían pactado créditos en ciertas condiciones que repentinamente cambiaron y la gente no pudo pagarlos más. Las amortizaciones que debían hacerse a los bancos crecieron exponencialmente, mientras que muchos perdían al mismo tiempo sus fuentes de ingresos y/o les aparecían dilemas como pagar los alimentos, las escuelas, el teléfono y la luz, los servicios médicos o las hipotecas.
Repentinamente, personas honorables y con una cultura de responsabilidad se vieron inmersas en infiernos de empobrecimiento, frustración y desánimo y decenas de miles de propiedades pasaron directamente a manos de los bancos y financieras que, al final, acabaron rematándolos a precios menores que sus valores de mercado; recuerdo particularmente los estacionamientos de un banco ubicado en Avenida Universidad de Ciudad de México, que se llenaron de coches casi nuevos cuyos dueños prefirieron entregarlos antes de verse sufriendo interminables, costos y desgastantes pleitos legales. Como siempre, los beneficiarios de todo esto, fueron los “coyotes” que se valieron de amigos y relaciones para comprar a precios de regalo los bienes recogidos a los deudores involuntariamente insolventes.
Está claro que la mayor parte de estos deudores fueron víctimas inocentes de una mala política financiera; se hicieron públicas las redes de corrupción y tráfico de influencias que, en aquél entonces, sirvieron para enriquecer voluminosamente a unos cuantos y, al mismo tiempo, borrar del mapa a cientos de pequeñas y medianas empresas que, a su vez, dejaron en la calle a numerosos desempleados.
La de 1995 en México, como la de ahora en Estados Unidos, fueron crisis financieras de las que algunos cuántos sacaron provecho y por la que, en cambio, la mayoría pagó atroces consecuencias, sin que los responsables –al menos aquí— hayan sufrido consecuencias por sus faltas y sin que siquiera se conozcan a fondo las tripas del FOBAPROA, el fondo creado con dinero de los impuestos para compensar los boquetes económicos que se hicieron evidentes a propósito del famoso “error de diciembre”, fondo que curiosamente ha servido para proteger a los bancos y a las grandes corporaciones pero no a los pequeños ni medianos deudores, que hubieron de pagar el triple de lo que les prestaron o que, en la mayoría de los casos, perdieron su patrimonio.
Conocí a muchos de estos deudores mexicanos y vi de cerca sus padecimientos; se podrían escribir sus historias, equivalentes a tragedias griegas. La mayor parte se comportaron con honor y dignidad, defendiendo sus causas; otros, con el mismo derecho, prefirieron dejarlo todo y empezar de nueva cuenta, optando por su tranquilidad pero dejando atrás sus años, sus ahorros, sus sueños. Ellos merecen admiración y reconocimiento, ciertamente. En cambio, ya se ha hablado mucho de quienes, oportunistas, aprovecharon esa crisis para enriquecerse. Por eso, reconozco mucho a las familias mexicanas que sufrieron y a quienes siguen sufriendo las consecuencias de una crisis financiera que no buscaron, que no esperaban y para la que nadie les pidió prepararse.
Una economía basada en la especulación financiera siempre estará sujeta a altos niveles de peligro, la diferencia es cómo las instituciones y sobre todo, cómo los ciudadanos, en calidad de consumidores y/o deudores, están preparados para enfrentar esos riesgos. La economía de un país jamás será buena ni fuerte si no lo es, al mismo tiempo, la economía de las familias.

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