lunes, 21 de enero de 2008

Ciegos

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

José Saramago es uno de los grandes de la literatura contemporánea. Este novelista acumula unos 40 premios internacionales. Es un individuo audaz y dispuesto a romper convenciones todo el tiempo, sus obras desatan inevitablemente intensos debates y su estilo violenta las leyes elementales de la gramática. Saramago es audaz y atreve a cosas como vaticinar a sus paisanos portugueses la futura desaparición y fusión de su país con España, lo que le ha causado –sin el menor pudor o incomodidad para él— un clima de tal adversidad que pasó desde el desprecio y la burla hasta la propuesta de linchamiento, incluyendo a quienes lo acusaron de senil, sin importar a sus críticos que en 1998 Saramago consiguiera el Nóbel de literatura para su país.
La aventura de leer completa su producción queda reservada para los expertos, no sólo por abundante sino por compleja y –en ciertos momentos densa— pero hay obras de Saramago que son ineludibles para cualquier persona que reflexione sobre el futuro de nuestra especie y la condición del género humano.
Una de ellas, el ENSAYO SOBRE LA CEGUERA, le estruja a uno el alma y lo mantiene en vilo, pues la trama con todo y su profundidad, conserva siempre el suspenso y no se puede interrumpir la lectura de ese texto que atrapa a los lectores. Una gran epidemia de ceguera asola progresiva pero rápidamente a un país, llevando a su límite a las instituciones, pero sobre todo a las personas que sufren la repentina enfermedad; como resultado de este contagio colectivo de origen desconocido, aflora la naturaleza más bestial de los hombres, manifestando sin barniz ni escondite los apetitos que “en condiciones normales” nuestra civilización suele mantener ocultos, conteniendo forzadamente y reduciendo mediante acuerdos generalmente aceptados, nuestra infinita capacidad de hacer daño. Con la ceguera colectiva a cuestas, en la novela no valen ni civilización ni acuerdos sino apetitos y fuerza animal.
El argumento central consiste en esclarecer si la protagonista es capaz de actuar responsablemente cuando todo lo que le rodea se le muestra adverso e incomprensible y cualquier esfuerzo parece inútil. Pero, en estricto sentido, el “Ensayo…” no se refiere a la ceguera física, es decir, la pérdida de visión en los ojos, sino a la ceguera del alma, esa que nos imponemos deliberadamente para no ver aquello que no nos conviene o que nos disgusta.
La lectura del “Ensayo…” nos recuerda que la obstinada cultura moderna del confort nos ha llevado a mejores condiciones de existencia en lo material para vivir más tiempo, en abundancia, con menos esfuerzos, menos peligros y menos enfermedades; pero esa la cultura del confort también es una cultura de ceguera colectiva –como la que describe Saramago–, que nos induce a esconder lo malo, lo que molesta y, sobre todo, a ocultar lo que produce sensación de culpa. Como reza el refrán: “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Gracias a esa percepción bucólica y complaciente del mundo vivimos en medio de una verdadera escenografía dentro de la que no son visibles los muertos por la hambruna en Etiopía o Sudán, las víctimas inocentes de la guerra en Irak, los ecocidios, el tráfico de personas, la opresión china sobre el Tíbet, la prostitución infantil, el riesgo de una guerra nuclear entre India y Pakistán y las modernas dictaduras mediáticas –no menos opresivas que las de viejo cuño–. Si acaso, estas tragedias nos parecen leyendas lejanas en el tiempo y en la geografía, que en nada nos incumben y que es mejor y más placentero ignorar.
Probablemente, desde allá, en aquéllos países, también quieran limitarse a sus propios problemas y su ceguera inducida les haga ignorar que 24 de cada mil niños mexicanos están condenados a morir antes de cumplir un año de edad, que cada doce meses perdemos (quizá irremediablemente) 260 mil hectáreas de bosques y selvas, que 2’773 mexicanos murieron ejecutados en 2007, que los homicidios de policías mexicanos crecieron 62% en un año, que debido a su contaminación, sólo 27% de nuestras aguas superficiales tienen calidad aceptable y que al menos 30% del agua “potable” se pierde por fugas en las redes, que una de cada cinco familias mexicanas tiene por jefa a una mujer responsable del ingreso (muy probablemente por la irresponsabilidad de su pareja) y que, según PEMEX, las reservas probadas de hidrocarburos garantizan nuestro consumo de energía para menos de diez años.
Si nosotros no somos conscientes de nuestra realidad, porque nos resulta desagradable y “le damos la vuelta”, ¿por qué tendrían que atender nuestros problemas en otros sitios del mundo? Hasta nos molestaría que se metieran en nuestros asuntos.
“No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Grave cuando se trata de muchos. La ventaja es que se trata de una ceguera temporal, que desaparece en el momento en que nosotros queramos y que no requiere de cirujanos oculistas; basta la decisión de enfrentar nuestros problemas colectivos seriamente y con responsabilidad, como lo hemos hecho exitosamente en el pasado. Nada ni nadie nos obliga a ser un país de invidentes.
antonionemi@gmail.com

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