lunes, 14 de enero de 2008

Violentos

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas


La madrugada del viernes 16 de diciembre de 2006 hacía mucho frío en Barcelona, apenas 5 grados centígrados. María del Rocío Endrinal Petit de 51 años de edad, decidió refugiarse dentro de la cabina de un cajero automático como solía hacerlo frecuentemente, al no tener casa donde vivir. Poco después de la una de la mañana, Ricard y Oriol, ambos jóvenes de 18 años de edad, ingresaron a la sucursal bancaria y arremetieron contra la mendiga, insultándola y golpeándola en diversas partes del cuerpo. Como pudo, la mujer logró expulsarlos de su improvisada vivienda y cerró la puerta por dentro. Sin embargo, un rato más tarde surgió en escena Juan José, a quien Ricard y Oriol reclutaron como cómplice para su diversión nocturna. Mediante engaños y fingiéndose cliente del banco, Juan José, de 16 años de edad, logró que Rocío le abriera la puerta del cajero.

Con la entrada franca, Ricard y Oriol aparecieron de nuevo con una garrafa de solvente que derramaron dentro de la sucursal bancaria y al que prendieron fuego con un cigarro. 6 horas después, María del Rocío murió en el hospital, con el 65% de su cuerpo quemado y luego de una agonía verdaderamente desgarradora. Interrogados por la policía, los muchachos dijeron que “se les fue la mano”.

Medina del Campo, en Valladolid, es una población española de poco más de 21 mil habitantes. Apenas el 7 de enero, hace cinco días, este poblado se colocó en los titulares de la prensa gracias a 21 de sus habitantes más jóvenes. Aparentemente, Pilar de la Fuente, de 43 años de edad, salió de su casa a pedir al grupo de preadolescentes, entre los que había 3 jovencitas, que cesaran de arrojar piedras contra su casa. Los padres de los muchachos responsabilizan a Pilar del inicio de la trifulca, pero es inobjetable que la señora tiene muchos golpes contusos en varias partes del cuerpo, incluyendo la cara, y hecho polvo el dedo medio de la mano izquierda, que le quebraron deliberadamente.

Desde hace dos o tres años, las golpizas tumultuarias contra personas de cualquier edad y sexo sorprendidas a todas horas en cualquier sitio de Europa son argumento de moda para miles de videos domésticos grabados con teléfonos celulares de jóvenes que compiten por conseguir las escenas más violentas; las grabaciones se intercambian y circulan masivamente a través de la Internet, lo que sorprende por no sólo por su crueldad y falta de sentido, sino por lo apetecidos que son estos grotescos testimonios entre sus enorme y emocionado público.

El caso más dramático de todos es posiblemente el de Cho Seung Hui, de 23 años de edad, que asesinó a 32 personas y luego se suicidó, en la Universidad Politécnica de Virginia, en abril del año pasado.

Pero nos equivocamos (o nos hacemos muy tontos) si pensamos que esta violencia juvenil es producto exclusivo de ultramar o de la mórbida sociedad estadounidense. Hace apenas unos días mis compañeros de clase y yo vivimos la experiencia nada grata de un grupo de jóvenes estudiantes de secundaria que transformaron una simple travesura (tocar el timbre y correr) en una escena ofensiva de violencia reprimida, carencia absoluta de solidaridad y ausencia total de respeto por los derechos de los demás.

Nuestras pandillas juveniles ‘made in México’ son, quizá, la cara más visible de un segmento social para el que “los otros” tendrán casi siempre el carácter de adversarios: los “rucos”, los “fresas”, “los ricardos”, las leyes, la “tira”, los maestros, las otras pandillas, los curas, los médicos, etc. Todo parece agraviarles, todo parece oponérseles.

Las pandillas juveniles no sólo se defienden, también atacan, delinquen deliberadamente y, con mucha frecuencia lo hacen con fines de lucro, es decir, para obtener provecho material. Algunos de esos jóvenes empiezan tocando timbres y pintando muros, pero progresivamente aprenden que violar la ley produce dividendos. Esos jóvenes no son necesariamente proletarios, no necesariamente pertenecen a familias desintegradas, no siempre carecen de estudios, pero también viven la adicción a la adrenalina; nuestra sociedad los ha vuelto dependientes de las emociones fuertes; empiezan rayando la pintura del coche con un clavo, pero algún día prenderán fuego en la cabina de un cajero automático.

En nuestro tiempo se alimenta la violencia juvenil, para mal de todos, especialmente de los jóvenes.


antonionemi@gmail.com

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