lunes, 10 de marzo de 2008

La Jungla

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas


“Y la vida de cada hombre es solitaria,

pobre, desagradable, brutal y corta”.




Tomás Hobbes. Leviatán

“Jungla” es palabra sánscrita que significa bosque y que la lengua inglesa adaptó para nombrar un predio de vegetación espesa, lluvioso y agreste como los que abundan en la India. Por asociación, jungla remite a la idea de un sitio peligroso para los humanos. Pero jungla no sólo son las serpientes y los felinos feroces que recrean las aventuras de “El Libro de la Selva” de Kipling o las narraciones de Salgari con el intrépido Sandokan venciendo enemigos selváticos; es también un estilo de vida sin complicaciones ni convencionalismos en donde los más fuertes y hábiles se imponen sobre los débiles, el poderío es el medio para dirimir conflictos y cualquier animalejo que comete el mínimo yerro en defensa de su vida, estará condenado. En la jungla no existen contemplaciones, treguas ni perdones y si algún ser vivo llega a concederlos, el costo por esas “debilidades” le podrá resultar fatal.
En la jungla opera el principio de selección natural, según el cual siempre ganarán los mejores, pero la condición de mejor no es ética sino práctica: mejor es el que mata más y tiene menos riesgo de morir. Esta fórmula es impuesta por la biología y ajena a la vocación “civilizada” de comunidad de la que presumimos los hombres modernos. La jungla no admite sentimientos solidarios, salvo con los cachorros propios –y a veces, ni eso— y se reduce a dos propósitos: luchar por la vida y garantizar la descendencia.
Por eso, jungla es lo mas parecido al “estado de naturaleza” o la “guerra de todos contra todos” que los primeros pensadores políticos describieron como los estadios iniciales del género humano; eran supuestas colectividades salvajes que los teóricos imaginaron y usaron para explicar la necesidad de un orden social sujeto a leyes. Se presume que en esas comunidades no existirían reglas ni autoridad para imponerlas y que violencia y peligro serían la única constante.
Hoy, ninguno en su sano juicio querría que la jungla se asumiera como estilo de vida generalizado. Sin embargo, la agresiva realidad que enfrentamos hace pensar que quizá estemos a pocos pasos de que ese concepto –la jungla de los hombres— se convierta en realidad. Aún los análisis mas conservadores y las estadísticas, cuando tienen rigor metodológico, obligan a pensar en un deterioro progresivo de la legalidad y la paz pública, en perjuicio de la seguridad de todos y la buena convivencia, como si nos encamináramos directamente a vivir sin más regla que la fuerza ni más recurso que la autoprotección.
Desde 2004 el Fondo de Cultura Económica publicó un libro de Guillermo Zepeda Lecuona cuyas afirmaciones nadie se preocupó en desmentir o siquiera precisar. En el tercer párrafo del trabajo, Zepeda ponía los pelos de punta con dos afirmaciones categóricas: “en una sola década el número de delitos denunciados [en México] casi se duplicó (de 800,000 denuncias registradas en 1991, se pasó a 1’460,000 en 2001)”; y dice también, citando a la Secretaría de Gobernación, que “alrededor de 90% de los delitos queda sin castigo”.
Si las cifras se transportaran mecánicamente al 2008, seguramente habrán presentado otro crecimiento exponencial. Del libro se infiere que, por lo menos hasta 2004, más del 60% de las víctimas mexicanas de delitos decidían no denunciarlos (por desconfiar de las autoridades, por considerar inútil la denuncia, etc.) constituyendo la célebre “cifra negra” de crímenes no declarados, cifra que probablemente resulte más alta en fechas recientes, considerando que el Presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos aseguró la semana pasada que de cada 100 delitos, sólo se denuncian tres.
Incluso ciudades tradicionalmente pacíficas como Aguascalientes o Mérida se están estremeciendo con incidentes de violencia cruenta que antaño desconocían. Esta nueva criminalidad no sólo desborda las cifras históricas de ejecuciones, secuestros, “levantones”, asaltos y robos y muchos otros delitos –violentos o no— sino que inocula y fomenta la percepción social de que irremediablemente se estaría perdiendo la batalla contra el crimen.
Al referirse a la delincuencia organizada, el propio Felipe Calderón dijo que "ahora comienzan o empezaban a controlar hasta negocios lícitos, es decir, le cobraban una cuota al aguacatero o comerciante para lograr la estructura de control que necesitan; esos criminales tienen una lógica de sustitución del Estado, es decir, si el gobierno es el único que por definición tiene el monopolio de la fuerza pública, la delincuencia pretende imponer su fuerza para prevalecer en una región, ciudad o pueblo determinado.”
En 1993 se lanzó una gran reforma judicial que apenas en 1998 fue revertida en cierta manera y profusamente ampliada con otra gran reforma judicial. La evidencia deja en claro que, a pesar de dichos cambios legales, la situación de inseguridad prevalece y probablemente se complica. No obstante, la semana pasada el Congreso de la Unión nos recetó una nueva “gran” reforma judicial que “esta vez sí permitirá luchar eficazmente contra la delincuencia organizada”.
Evidentemente la solución de fondo va mucho más allá de las modificaciones legales. Seguir únicamente por ese camino juridicista no es esperanzador: al mismo tiempo que los senadores aprobaban sin cambios la minuta enviada por los diputados, una flamante servidora pública federal de la procuración de justicia le insinuaba a una amiga mía que a cambio de diez mil pesos, la agente podría declararse incompetente en cierto asunto y “pasarlo al otro fuero”, ya que de otro modo “aún siendo inocente, le será muy difícil”.
Podemos empezar con buenas prácticas cívicas, con ciudadanos decididos a no delinquir, a cumplir leyes y reglamentos sin límites, sin exclusiones, sin excusas, sin influencias, sin atajos, sin sobornos ni ventajas, aunque esto implique sacrificio y esfuerzo. Empecemos por reconocer nuestras obligaciones de ciudadanos y por respetar el derecho de los demás, sin esperar que la autoridad lo haga todo por nosotros, sin esperar que a nosotros nos perdone las faltas pero castigue a los otros. Podemos empezar por no justificar nuestras malas acciones a cambio de las que cometen los demás.
El otro destino, cada vez más cercano, es la jungla.

Nota.- Agradezco el amable telefonema del estimado senador José Luis Lobato Campos. Aprecio su explicación, pero su voto sigue siendo muy equivocado: en materia de humo de segunda mano debe prevalecer el interés de los no fumadores, por encima del derecho de fumar. Por otro lado, es mejor una ley deficiente en defensa de los no fumadores, que no tenerla. Debieron pensar en la vida y la salud los que no fuman y apoyar esa ley necesaria. De cualquier modo, se valora el gesto caballeroso de llamar.

antonionemi@gmail.com

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