lunes, 31 de marzo de 2008

Piolín















Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

En su monumental historia de las grandes culturas dice Ralph Turner que “el primer animal que se domesticó fue el perro. Se asoció con el hombre en la edad paleolítica superior, época en que se juntó con él para perseguir las presas y rondar luego alrededor del campamento, en busca de comida” y después agrega que “…desde los tiempos antiguos no se ha domesticado ninguna especie animal importante; probablemente la gran época de la domesticación fue la comprendida entre los años 6000 y 4000 aC” y que “han fracasado los esfuerzos del hombre occidental moderno para domesticar nuevas especies. Tal fracaso indica, según parece, que sólo las especies domesticadas al principio poseían la plasticidad biológica necesaria para ajustarse al medio ambiente humano”.
Lo más interesante de este apunte se encierra en la expresión “al principio” que Turner utiliza para referirse a los inicios de la civilización, al momento en que el hombre toma conciencia de sí mismo y se constituye –gracias a sus habilidades físicas pero sobre todo a su raciocinio— en una “especie superior” con poder para imponerse y modificar su entorno, dando pie a la concepción antropocéntrica que durante miles de años nos ha hecho creer a los humanos que somos dueños y destinatarios de todo en el mundo, como crudamente se prescribe en el libro del Génesis: "Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra."
Debió resultar traumático descubrir que los humanos apenas somos una entre millones de especies que funcionan como componentes de ecosistemas complejos que pueden marchar perfectamente sin nuestra presencia y probablemente no sean pocos los que se resistan a aceptar esta realidad. Hoy, cualquier persona medianamente informada sabe de la fragilidad a la que están expuestos los ciclos bióticos, debido al impacto de la sobreexplotación de los recursos naturales y la contaminación que causamos los “animales superiores”. A estas alturas, son más que notorias las consecuencias concretas de la depredación que llevamos a cabo en este ejercicio cotidiano de someter al planeta, como si quisiéramos convertirnos a nosotros mismos en especie en peligro de extinción, gracias a nuestros abusos.
Pero ni con todo eso modificamos la convicción de que estamos por encima del resto de las especies vegetales y animales, entendiendo ese “encima” como el derecho arrogante de disponer de lo que se nos ocurra para disfrutar de niveles de bienestar con costos ambientalmente insostenibles incluso en el corto plazo. Paradójicamente, a mayores niveles de desarrollo y “civilización”, mayor gasto energético y consumo de recursos naturales, algunos irrecuperables.
Frente a esa actitud, sin ser “racional” ni “superior”, Piolín nos mostró la diferencia. Tocayo del canario cabezón de los dibujos animados, Piolín es el nombre de un perro Fox Terrier sin ‘pedigree’ ni apellidos de linaje, más bien corriente, que perteneciendo a una especie “inferior” y técnicamente “domesticada” por el hombre, nos procuró una buena cantidad de lecciones.
Piolín dio a mi familia su compañía sin límites ni condiciones; siempre enfrentó, alerta y firme, sin detenerse a medir consecuencias para él, los menores atisbos de peligro para nuestra casa y sus ocupantes y ahuyentó a más de un intruso. Piolín no protestó si algún domingo olvidamos darle de comer y, al día siguiente, su cola moviéndose, los brincos jubilosos y algunos lengüetazos, fueron tan sinceros e intensos como siempre. Piolín fue obediente sin cuestionar jamás cosas que debieron parecerle muy absurdas, como el control que ejercimos sobre su fisiología, impidiéndole aparearse con esta o aquélla hembra que a él le apetecieron. Debimos parecerle locos cambiando de casa de Córdoba a Veracruz y de Veracruz a Xalapa y en Xalapa, más de una vez, pero tampoco protestó.
Llegó en una pequeña canasta, que aún era grande para él, con un gran moño rojo, regalo –maravilloso regalo— de Laura y Bernardo Cessa para mi hija mayor, que entonces tenía 3 años. Piolín fue ejemplo de lo que significa amor incondicional y el deseo permanente de dar, a cambio de nada. Piolín nunca comió más de lo necesario y podía cambiar un plato de alimento por su paseo cotidiano; su gran lujo era correr libre por el campo, en las escasas ocasiones en que le dimos la oportunidad de hacerlo. Valiente y decidido al vivir su condición de perro con los de su especie, nunca se rajó y tres veces fue a parar al hospital, pero jamás atacó a una persona o a un perro más pequeño. Piolín hizo amigos en serio y para siempre, como Izcóatl y Abel.
Piolín no evadió impuestos, nunca despojó a nadie, no intrigó a nadie, ni acumuló cosas innecesarias en su casa, pero siempre estuvo presente, agradecido incluso por una fugaz caricia, haciéndonos sentir que estaba satisfecho. Piolín vivió sin despojar a nada ni a nadie. Piolín nos enseñó que “comer como animal”, que “portarse como animal” y “ser un animal” son expresiones que honrarían a muchos humanos, empezando por mi.
El miércoles pasado, luego de casi 15 años de acompañarnos, fueron necesarios seis centímetros de pentobarbital sódico para que Piolín dejara de sufrir las molestias causadas por un cáncer linfático que soportó estoico durante trece meses y que, llegando al extremo de arrancarse con el hocico los tumores superficiales, ni el último día le impidió transmitir afecto.
La médica veterinaria Teresa Trinidad Palmeros lucha tan bien como se puede contra estas patologías caninas asociadas al estilo de vida pero no de sus pacientes, sino de los “amos” de sus pacientes (Muchas gracias, doctora).
No es difícil entender por qué se extraña a Piolín.

antonionemi@gmail.com

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