Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
En el camino a la ex hacienda de “La Trinidad Chica” hay un puente sobre un arroyo; cuando tengo oportunidad me detengo y observo con nostalgia porque apenas unos metros "río arriba", en ese hilo de agua solíamos nadar hace 34 años. Entonces tenía pozas con suficiente agua para uno que otro clavado, había algunos cuantos pececitos –no sólo ajolotes— y tantas "naranjas maltas" como uno quisiera comerse e incluso llevarse a la casa con la venia de los vigilantes de las fincas que lo permitían, siempre que no dañara uno las matas de café protegidas del sol precisamente por los naranjos.
Hoy, el caudal se compone sobre todo de apestosas aguas de drenaje e importantes cantidades de basura (muy especialmente botellas usadas de “Cloralex”, que abundan, no sé por qué) y el sitio está completamente bordeado de casas construidas dentro o muy cerca de la zona federal que –al menos técnicamente— está reservada por las leyes y que no deja de ser un riesgo para sus ocupantes ante la eventualidad de una creciente del río.
La cosa mejoró con la reestructuración del cauce que hicieron hace poco tiempo y que es visible precisamente a partir del puente; en los extremos del arroyo se tendieron líneas de drenaje que intentan separar las aguas negras y sobre los tubos pavimentaron un circuito para peatones al que, por cierto, no he podido entrar porque el único acceso visible fue cercado con alambre de púas, presumiblemente por algún vecino. Increíblemente, el cerco presenta sellos que dicen "obra clausurada" pero nadie se ha molestado en retirarlo.
El saneamiento del río incluyó el remozamiento del puente, y en sus costados alzaron muretes de ladrillo aparente sobre los que pusieron arbotantes de acero con lámparas de cristal en su interior. Aunque el conjunto no ganaría un premio arquitectónico de innovación o diseño ni es monumento al gusto exquisito, la vista es agradable y contribuye a un mejor entorno para todos los que usan el puente.
La semana pasada me di cuenta de que dos de los arbotantes del lado oriente fueron arrancados de su sitio, evidentemente a golpes. Los dos permanecen allí, rotos y más o menos separados de sí mismos; un tercero está doblado pero se aferró y sigue en una pieza de extraña curvatura. No sé si lograron romper las lámparas interiores, pero es probable que no funcionen, dejando incumplida su misión de iluminar por las noches. En una observación más cercana se nota que las piezas ya fueron reparadas en ocasiones anteriores y que no es la primera vez que son agredidas.
Alguien [o algunos] sintió [o sintieron] necesario o provechoso destruir un bien que técnicamente pertenece –y sirve— a todos. ¿Es sólo una travesura? La fuerza requerida y la repetición del hecho me hacen pensar que no, que el asunto va más allá de una diablura de adolescentes.
Sin suplantar a los expertos ni pretender explicaciones psicológicas sofisticadas que evidentemente no me corresponden, me pregunto si el ataque a las lámparas conlleva un profundo disgusto y un desacuerdo que se mantiene oculto en el interior de quien decidió atacar a los indefensos arbotantes y si el dañarlos fue suficiente para liberar las frustraciones del [los] perpetrador [es] o éstos seguirán causando daños cuando la oscuridad y el anonimato se los permitan; ¿voltearán hacia otro tipo de víctimas menos inocuas?, ¿irán tras las personas en algún momento?
Debido a nuestra cultura cívica más que limitada, me temo que es poco probable que alguien acuda a las autoridades para denunciar los daños a bienes que, siendo de todos, no son de nadie, perdiendo tiempo en diligencias judiciales y metiéndose en complicaciones con la policía; me temo que es aún más improbable que se identifique al [los] responsable [s] del daño, dado que numerosos homicidios y otros delitos graves están en espera de clarificarse y sus víctimas aún ayunas de justicia como para poner a las escasas fuerzas policiales disponibles a buscar rompedores de focos públicos. Pero si fuera el caso, ¿serían sancionados los autores? y sancionarlos… ¿serviría de algo o resultaría peor?
Sin embargo, es evidente no se trata de jóvenes delimitando sus territorios al estilo de machos dominantes, con mensajes ‘grafiteados’ en los muros y ni siquiera del adicto que roba los tapones de un coche para venderlos y abastecerse de drogas: no hay provecho material alguno en destruir las lámparas. En cambio, parecería que sí hay en esto una dosis importante de rencor, ¿por qué?, ¿contra quién?
Me dirán con razón que en todos los sitios y en todos los tiempos ha existido la frustración y las personas insatisfechas; me probarán que se perdió mucho más con la "Pietá" de Miguel Ángel o el dedo gordo del pie izquierdo de su "David", molidos a martillazos; probablemente sufren más en Roma con los ataques a la estatua de San Pablo o a la fuente de la Plaza de España; aún lamentan en Barcelona los golpes con barras de hierro que sufrió la escultura “El Dragón”, de Antonio Gaudí, a la entrada del parque Guell...
Incluso aquí, ¿cuántas veces nos resulta imposible utilizar un teléfono público con la bocina arrancada o la taza de un baño atacado vandálicamente?, ¿le troncharon la antena de radio a su coche, lo rayaron con un clavo o una corcholata?
¿Debemos entonces acostumbrarnos a los arbotantes rotos?, ¿acaso es el precio que debe pagarse por vivir en una sociedad incapaz de satisfacer a todos sus integrantes?
Por otro lado, habrá quien piense que el puente se ve mejor sin los cilíndricos arbotantes. Quizá estoy juzgando mal lo que en realidad es una generosa contribución estética. Tal vez se trata de alguien que quiere meternos de lleno en la contracultura y colocarnos a la vanguardia del pensamiento contemporáneo; si es el caso, que les llame el Cabildo y les dé un premio.
antonionemi@gmail.com
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