Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
El homicidio de Manuel Buendía impactó al país; fue equivalente a una repentina explosión en la cabeza. Podría compararlo con una locomotora estrellándose y a toda velocidad contra un muro. Y no porque el muerto hubiera liderado la nueva epopeya de la humanidad o porque su conducta le impregnara de olor a santidad, no. Buendía era un periodista, humano, con las virtudes, los yerros y los vicios propios de nuestra especie, quizá más intensas unas que otros.
Quienes desconocen las condiciones de su asesinato y, por ende, de su ejercicio profesional, probablemente sólo comparen a Buendía con uno de los analistas que más o menos lúcidos, contribuyen a la interpretación de la realidad contemporánea de México bajo miradas razonablemente críticas; si sólo ése fuera el caso, Manuel Buendía no tendría por qué recibir el estatuto de héroe de la república y, mucho menos habría dado razón para ser víctima de un homicidio cruento como el que sufrió. Leída hoy, a dos décadas y media de distancia, probablemente su columna “Red Privada” parezca ‘normal’ y sin más provecho que el representado por un periodismo responsable, atento al interés colectivo y, muy presumiblemente, impulsado por causas honorables.
Es cierto que hacer prensa honesta y orientada a servir a la sociedad no tendría –teóricamente— ningún mérito adicional, dado que lo menos que se espera de un reportero, editor o columnista es precisamente eso: que diga lo más cercano posible a la verdad, que no anteponga intereses particulares a su quehacer (incluyendo los de la empresa para la que trabaja), que signifique las cosas útiles y que denuncie las malas y que su trabajo informativo o de análisis produzca un beneficio concreto para la sociedad. Más de uno considera un contrasentido subir al Olimpo a quienes a fin de cuentas, sólo hacen correctamente su trabajo.
Sin embargo, el homicidio de Buendía fue pasmoso y especialmente traumático por inesperado: México no estaba acostumbrado a esa violencia extrema, pero también debido a que el periodista era una suerte de pionero informativo en un momento en que las tensiones del sistema político estaban a tope y el ejercicio hegemónico del poder público necesitaba un control amplio de los medios informativos y sus contenidos. Parece que Buendía “se salió del huacal” y fueron constantes –muchas veces irrefutables— sus denuncias y sus documentadas descripciones de casos graves de corrupción pública y privada que pocos se atrevían a ventilar en aquélla época y que apuntaban a los más altos niveles.
Buendía no fue el único ni el primero en hacer periodismo de acusación, pero su ejercicio profesional se hizo muy visible justo cuando la sociedad mexicana enfrentaba la resaca del fin de la abundancia, la frustración por la hiperinflación y el notorio agotamiento del “estado de bienestar”. Ya en ese momento los gobiernos eran incapaces de resolver todo a todos y la frustración colectiva empezaba a arraigarse, al mismo tiempo que la economía neoliberal se implantaba a rajatabla y quedaban en la historia los compromisos de justicia social del régimen revolucionario.
Unos cuantos días antes de su muerte, con motivo de algunas jornadas académicas, invitaron a Buendía a la universidad y lo recuerdo bien, enfundado en su gabardina y respondiendo preguntas de estudiantes y profesores escépticos que, en su mayoría, veían a don Manuel como un periodista “funcional” al sistema y no lo suficientemente crítico. Su asesinato –7 días antes de la celebración de la libertad de prensa— cambió las cosas y colocó naturalmente al columnista dentro del Panteón que el “imaginario colectivo” reserva para las personas de fama pública que mueren a causa de sus convicciones, ensalzando virtudes y minimizando faltas.
Pareciera que la gran contribución de Manuel Buendía –igual que el Cid Campeador— fue después de muerto: estimuló a actores sociales que, en medio de las ya recurrentes crisis económicas y acicateados por el homicidio del periodista, exigieron mayor compromiso de los medios, más veracidad y certidumbre en el manejo de la información y, por supuesto, mayores libertades y espacios para los periodistas, empezando por la salvaguarda de su integridad.
No es exagerado decir que en esta etapa se desarrollaron, asociadas a otros eventos de la vida nacional, algunas de las condiciones para la transición política que sustituyó pacíficamente al PRI del ejercicio del gobierno federal, en 2000. Varios medios de comunicación asumieron que, en esas circunstancias, mantener la credibilidad frente a sus públicos exigía un mínimo de independencia respecto del poder público y un espacio crítico lo suficientemente amplio como para representar, así fuera parcialmente, las necesidades y expectativas del verdadero protagonista de la vida social: la gente. La prensa escrita y electrónica entendió que su libertad para decir se volvía prioritaria en el nuevo escenario nacional.
Asociados a los conflictos tradicionales del ejercicio de la libertad de expresión y frente a una ciudadanía más participativa y crítica, surgieron entonces otros problemas, por ejemplo: ¿cómo mantener la publicidad oficial –indispensable para la subsistencia de la mayoría de las empresas de comunicación— y al mismo tiempo, defender una línea informativa crítica e independiente?, ¿cómo hacer periodismo de denuncia sin violentar los compromisos de orden político y económico que tradicionalmente han sustentado la relación de los medios y el Estado? No pocos (particularmente medios impresos) fracasaron en el intento, equivalente a una suerte de peligroso equilibrio de alambrista circense, luego de que durante décadas habían dependido de “convenios”, subsidios y anuncios del gobierno. Se conocieron historias patéticas de periódicos “nacionales” que imprimían acaso 4 mil ejemplares diarios y conservaban buena parte de éstos en bodega. Varios desaparecieron del mercado. Evidentemente, los que lograron el tránsito, se fortalecieron.
Sería insensato desconocer los avances visibles en materia de libertad de expresión en México, sin embargo el proceso ha sido lento, extremadamente complejo y a veces, hasta regresivo. La agenda sigue llena de pendientes que, simplemente para enlistarse, ocuparían decenas de páginas. Como muestra y, curiosamente, el principal peligro para la integridad de los periodistas ya no necesariamente proviene de los gobiernos criticados, sino de la incapacidad de éstos para contener a la gran delincuencia que busca omitir y manipular contenidos informativos asociados a sus intereses.
A pesar de que por fortuna existen más medios honestos y comprometidos, México no es aún el paraíso de la libertad de expresión que quisiéramos. Nuevas formas de manipulación y avasallamiento informativo sustituyen a las fórmulas tradicionales de represión, pero al menos se puede decir lo que se piensa, algunas veces incluso, sin consecuencias…
antonionemi@gmail.com
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