lunes, 11 de agosto de 2008

Aisiana

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

Durante la campaña electoral de 2004 conocí a una organización de mujeres taxistas que buscaban abrirse paso dentro del gremio de chafiretes, como paso previo para la obtención de concesiones. Me quedé con la idea de que se trataba de mujeres resueltas, con un proyecto claro de vida que muchos veían con reserva por considerarlo poco femenino, “inapropiado” para ellas. A pesar de eso, eran mujeres con la energía suficiente para superar prejuicios sexistas y desenvolverse en un medio competido y hostil, en el que conseguir los permisos y las placas de alquiler es apenas uno de los obstáculos, sumado a los muchos riesgos inherentes al oficio; esas mujeres también tenían claro que hacer proselitismo político podía ayudarlas a conseguir sus taxis. De cualquier modo, eran unas cuantas, nada convencionales y, por ende, no dejaban de ser anecdóticas.
Pasaron los años y no hubo manera de dar seguimiento a las aspiraciones de las taxistas organizadas; desconozco si lograron su cometido y si les otorgaron concesiones o no. Sin embargo, pude observar el número cada vez mayor de mujeres que conducen vehículos de alquiler en distintas ciudades, probablemente más como “postureras” y arrendatarias que como titulares de los derechos y dueñas de los autos.
La tarde del sábado tuve la oportunidad de que una de ellas me llevara de un sitio a otro, el tiempo suficiente como para que muchas de mis ideas preconcebidas quedaran hechas añicos en apenas unos minutos de charla. No me di cuenta de que era mujer quien conducía el taxi al que hice la parada hasta que estuve al lado de la conductora, seguramente acostumbrada a las expresiones de sorpresa de quienes abordan su vehículo y se encuentran con una chofera. Contra lo que yo hubiera supuesto, condujo pulcramente, sin apartarse ni un ápice de las reglas de tránsito, a la velocidad correcta –ni más ni menos—, sin los bruscos cambios de carril ni las maniobras extremas que caracterizan a sus colegas masculinos, sin pelear con nadie y sin tocar el claxon una sola vez. Si acaso, un crítico exigente le habría observado que manejó todo el tiempo con el pie izquierdo sobre el pedal del clutch (embrague, dirá con razón algún purista de la lengua, aunque la palabreja suene rara y petulante), pero no más que eso.
No perdí un minuto y ella, generosa –quizá acostumbrada o, incluso, considerándolo parte de su oficio, como el consejo del cantinero o la anécdota del viejo peluquero— accedió a responder al interrogatorio obligado. La charla no tuvo desperdicio.
Se llama Aisiana. Tiene 33 años de edad. Es madre de dos hijos; el primero, un adolescente de 14 y la segunda, una niña de 5. Su esposo es maestro albañil. Hace ocho meses decidió convertirse en conductora de taxi, un poco “porque le llamaba la atención” y un mucho, porque pensó, con buena dosis de ingenuidad, que podría contribuir a la economía familiar. Al principio su esposo le dijo, literalmente, que estaba loca, pero ella se valió de las artes propias de su género y al poco tiempo el marido estaba de acuerdo en esta nueva incursión femenina al mundo del transporte público. Esa labor de convencimiento fue, por sí misma, más que meritoria.
A Aisiana, su talla pequeña no la amedrenta. Sabe que la noche es peligrosa, pero confía en su instinto y asegura que no le ha ocurrido nada, ningún incidente. Todos los días cumple un turno de doce horas de trabajo que empieza a las tres de la tarde y termina a las tres de la mañana del siguiente día. Al concluir su jornada, debe entregar el coche limpio –lavado por dentro y por fuera—, en perfectas condiciones de funcionamiento (se lo revisarán detenidamente) y con el tanque de gasolina lleno; además cada día tiene que pagar al dueño del coche (y de las placas) doscientos diez pesos por “la cuenta”, es decir, el importe del alquiler.
Necesita ingresos de 360 pesos para pagar el combustible, la limpieza y el alquiler del taxi. Considerando que el viaje promedio se cobra a 23 pesos, Aisiana debe conseguir 16 “corridas” para salir a mano y es a partir del viaje número 17 que empieza a “ganar dinero”. Obviamente no siempre hay 17 pasajeros al día y es entonces cuando el asunto se pone feo, porque ella debe pagar lo pactado al dueño del auto, independientemente de que haya tenido pasajeros o no. Ya le ha ocurrido en dos o tres ocasiones que no sólo no gana nada, sino que tiene que poner dinero extra para completar la famosa cuenta. La experiencia le enseñó a guardar fondos de reserva, para cuando tiene que “pagar por trabajar”.
Dice que estos son días malos, “porque los chamacos no están en la escuela” y a ello le atribuye que las últimas dos semanas ha regresado a su casa con 50 o 60 pesos por día, lo que equivale a una utilidad neta de cinco pesos por hora (bastante menos de lo que recibiría en un crucero, limpiando cristales de autos). Todo esto, a cambio de que su familia –especialmente sus hijos, en plena etapa de formación— prácticamente no la vean durante el día, y a que ella duerma apenas unas horas, pues sus deberes de ama de casa y esposa siempre la esperan, sin compasión.
Aisiana es optimista por naturaleza y confía en que el inicio del próximo ciclo escolar incremente el volumen de pasaje –y de ingresos—; también espera que “Tránsito” suba pronto las tarifas que “tienen años sin cambiar”, de lo contrario tendrá que “renunciar a esta chamba”, lo que no le entusiasma en absoluto, porque manejar el taxi le “gusta mucho”. Aisiana no piensa todavía en su propio juego de placas, tampoco le preocupa carecer de seguro social o la inequidad de su empleo, por ahora sólo quiere pasajeros que le permitan trabajar, para mejorar las condiciones de vida de su familia.
Aisiana seguramente no lo sabe pero su principal mérito no está en manejar un taxi de noche sino en romper esquemas y demostrar, una vez más, que las mujeres son un gran activo –no sólo económico— de la sociedad mexicana.

antonionemi@gmail.com

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