lunes, 13 de abril de 2009

Cada quien su culto

Jorge Arturo Rodríguez
Tierra de Babel

Pos me vale un cacahuate –¿debo decir cacahuete o maní?- en lo que usted crea y adore, incluso que no crea en nada, con tal que no me chingue la conciencia ni la paciencia y un servidor ‘tonces no le recuerde el diez de mayo o mínimo no lo mande a freír espárragos; es decir, como aquella leyenda que luego ponen en la entrada de las cocheras –¿garajes?- de las casas –¿hogares?- que reza: “Se ponchan llantas gratis”, porque sobre advertencia no hay engaño, dicen.
En todo caso, que la vida es bella y cada quien hace con su trasero, digo, perdón, con el patio trasero de su casa lo que quiera. En fin, que me importa un bledo que usted crea y rinda culto a Jesucristo, al Cristo Negro o Blanco, Moreno o Rubio, a Jehová, a la Virgen de Guadalupe, a la Virgen María, al Santo Patrono del pueblo o hasta a su mascota que murió ayer. Pos allá cada quien. Mientras no se metan conmigo y no crucen la línea de la tolerancia y el amor al prójimo; sin hacer daño, pues, ni a segundos ni a terceros ni a nadie.
Incluso que usted adore a Satanás o a la Santa Muerte, porque pienso con Bernardo Barranco que “el factor religioso es, entre otras, expresión de la vida cotidiana. Las creencias reflejan de manera nítida las diferentes expresiones culturales, políticas y la organización social vivida o deseada. El culto creciente por la Santa Muerte manifiesta el tipo de país bipolar que hemos venido construyendo; la Santa Muerte revela, asimismo, prácticas sociales subterráneas que existen muy a pesar de lo que Pablo González Casanova denominó en los años 60 "las buenas costumbres", es decir, la moral católica occidental predominante”.
Es más, también con Bernardo Barranco, supongo que “la devoción a la Santísima Muerte aparece en el comercio popular junto con las imágenes de los santos tradicionales, se manifiesta como una advocación contendiente y alternativa al catolicismo popular. A través de un sincretismo religioso funde antiguos cultos mesoamericanos a la muerte con chamanismos y oraciones y rezos para pedir favores”. Y de ahí, pos cada quien verá.
En lo personal sostengo, con Confucio, que si no conocemos todavía la vida, ¿cómo puede ser posible conocer la muerte? Y como dijo el músico jamaicano Bob Marley, cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas.
Aunque bien es cierto, como sostienen ciertos especialistas, que la prohibición del culto a la Santa Muerte viola la Constitución, en la que se establece la libertad de credo, yo mejor me uno a lo que afirma Steven Weinberg, en su artículo “Sin Dios”, que “deberíamos librarnos del hábito de adorar cualquier cosa”. (Letras Libres, marzo de 2009).
Él mismo afirma que “en el mejor de los casos, vivimos en el filo de una navaja, con la ilusión por un lado y la desesperanza por otro. ¿Qué podemos hacer?” Y nos plantea tres remedios deliciosos –digo, al menos pa’ mí, pero se los comparto, no soy envidioso-: primero, el humor, porque “si como nos reímos con empatía, sin desdén, cuando vemos a un bebé de un año luchando por mantenerse en pie cuando da sus primeros pasos, podemos sentir una jovialidad empática hacia nosotros mismos, cuando nos vemos intentando vivir en equilibrio sobre el filo de una navaja”.
Luego, los placeres cotidianos de la vida, “que han sido despreciados por los fanáticos religiosos (…). Y no desdeñemos los placeres de la carne. Quienes no somos fanáticos podemos regocijarnos, porque cuando el pan y el vino dejan de ser sacramentos siguen siendo pan y vino”.
Finalmente, están los placeres que nos brindan las bellas artes. “En el pasado muchas grandes obras de arte surgieron de la inspiración divina. Por ejemplo, no puedo imaginar la poesía de George Herbert o de Henry Vaughan o Gerard Manley Hopkins sin una sincera creencia religiosa. Pero nada impide que quienes no tengamos tales creencias disfrutemos de la poesía religiosa…”
Con esto me quedo, más con lo que dice Leonardo Da Vinci, que si es posible, se debe hacer reír hasta a los muertos. Porque como dijo Enrique Jardiel Poncela, la muerte tiene una sola cosa agradable: las viudas.

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