lunes, 14 de diciembre de 2009

Gaznápiro

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

Estoy hecho un gaznápiro. Más que de costumbre. Sé de cierto –Sabines dixit— que la palabreja es extraña y suena más a pájaro de las Galápagos. Pero es el adjetivo más pudibundo y potable que hallé apto para estos menesteres editoriales, como sinónimo del verdadero calificativo que me compete. Puede entenderse como tonto en grado superlativo; para mayor abundamiento, la etimología latina del epíteto original que no se escribe aquí es “pectinicŭlus”. ¿Por qué me hallo en ese estado? Esta es la causa:
Tendría yo unos nueve años cuando mi papá me llevó un libro azul y blanco, con la imagen del autor en portada: “Apuntes para mis Hijos” de Benito Juárez. Aún forrado una y otra vez con ése plástico grueso que solíamos usar, acabó deshojado. Lo repasé una y otra vez durante años. Me frustraba que terminara narrando sus primeras experiencias como Gobernador de Oaxaca pero que no hubiera testimonio detallado de sus incursiones en la política nacional.
No obstante la parquedad del texto, me asombraban los osados actos de Juárez, que parecían aventuras (“a los doce años de mi edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca”), su molestia ante las injusticias que sufrió desde pequeño (por ejemplo la separación de los niños “decentes” a los que enseñaba el maestro y los que, como él, eran mal atendidos por un “ayudante” en la Escuela Real de Oaxaca) y su frialdad para referirse a los asuntos que probablemente serían los de mayor interés para sus familiares (“El 31 de julio de 1843 me casé con doña Margarita Maza, hija de don Antonio Maza y de doña Petra Parada”, sin más detalle). Leyéndolo me enteré de que la expulsión de los españoles decretada por el Congreso en 1832 dejó al país sin Obispos y debido a eso se libró de la profesión eclesiástica que él no deseaba (“Esta circunstancia fue para mí sumamente favorable, porque mi padrino conociendo mi imposibilidad para ordenarme sacerdote, me permitió que siguiera la carrera del foro”).
Lo cierto es que antes de leer los “Apuntes…” Juárez ya era mi ídolo. Aunque cursé la primaria en una escuela católica, no recuerdo una sola diatriba en su contra pero sí numerosos homenajes y una profunda admiración por parte de todos. La primera vez que vi las ropas del prócer, protegidas por el cristal de la vitrina, me impresionó su pequeño tamaño, pero proporcionalmente creció mi admiración: ¿cómo pudo hacer cosas tan grandes?, pensé. Perdí la cuenta de las ocasiones que volví a su pequeño museo en Palacio Nacional.
Años después una prima me regaló –empastado en piel— “Juárez, su obra y su tiempo”, de Justo Sierra. Mentiría si afirmara que entonces lo leí de un tirón, como tampoco me preocupé en leer “El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio” escrito por Francisco Bulnes publicado en 1904, al que se supone que Justo Sierra estaba respondiendo. Pero don Justo acabó de formar mi convicción juarista: “[Mi conciencia]… me ha inspirado el afán de ‘limpiar del negror del humo’, como decía Horacio, al gran representante de nuestro derecho en una época en que la República luchó para vivir y agonizó vencida, al gran indígena a cuya memoria la gratitud del país ha erigido un ara inconmovible”, afirmaba el ministro porfirista.
En el despacho principal del Palacio de Gobierno, en Xalapa, hay desde hace tiempo una fotografía (o litografía o daguerrotipo, no sé) del Presidente Juárez con su gabinete. Es tan nítida que parece reciente; en ella estaría inspirado el título de la obra de Bulnes, porque ‘el verdadero Juárez’ no se parece en nada al que nos regala la iconografía oficial, que le ha desvanecido los rasgos indígenas y le ha pintado a la altura de nuestras actualizadas percepciones estéticas.
En dirección inversa, algo similar me ha ocurrido recién con otro libro que me regalaron: “Juárez y Maximiliano, La roca y el ensueño”, escrito por Armando Fuentes Aguirre (Catón para los cuates) quien afirma: “…nuestra historia no es de estatuas, sino de hombres sujetos a la condición humana y, por lo tanto, habitantes por igual de la verdad y la mentira, del mal y el bien, de la grandeza y la miseria… Podíamos amar la figura de Cuauhtémoc sin vituperar a Cortés; reconocer a Hidalgo sin injuriar a Iturbide; aquilatar la grandeza de Juárez sin tildar de traidores a sus adversarios…”.
Pero con todo y su “aquilatarlo”, don Armando deja la imagen de Juárez en penuria. Lo acusa de haber servido sin límites a los intereses de EUA y afirma que en marzo de 1860 fueron los barcos de la armada estadunidense los que salvaron a don Benito en Veracruz de la que habría sido su derrota definitiva frente a Miramón; asegura que fue gracias a ellos, los Estados Unidos, que Juárez logró expulsar a las tropas francesas y derrotar a Maximiliano, sólo para subsumirse incondicionalmente al nuevo –y permanente— imperialismo de los vecinos, a cuyos fines servía el oaxaqueño. Catón denuncia el tratado McLane-Ocampo que entregaba enormes franquicias territoriales perpetuas en el Istmo de Tehuantepec, en las costas del pacífico y en Baja California a los EUA; dice de este tratado juarista que era tan leonino e injusto que fue rechazado por el mismo Congreso Estadounidense.
“La historia oficial de México se escribió con pluma mojada en tinta norteamericana”, sentencia. Y agrega: “La versión de nuestra historia es la que ha convenido a los intereses de quienes triunfaron en el gran debate entre liberales y conservadores. Triunfaron aquéllos con el apoyo de Estados Unidos, y por eso el relato historiográfico salido de los vencedores es antiespañol y pro yanqui”.
Dice de Juárez que quería la gloria para él sólo, que fue ingrato con sus aliados y colaboradores, que tenía adicción al poder absoluto, que se perpetuó ilegalmente en la presidencia, de la que sólo la muerte logró arrancarlo, que era un corruptor, que fundó la tradición del fraude electoral y la compra de votos en México, que violó sistemáticamente las leyes que juró proteger. Lo acusa de cruel y carente de piedad. Dice que la frase del “respeto al derecho ajeno” no es de él sino de Benjamín Constant, que lo de “Benemérito” es una gran exageración de lo que realmente dijo el Congreso Colombiano. Son 714 páginas de referencias históricas y otras tantas anécdotas que no hacen sino poner a moverse mis añejas convicciones juaristas. Por eso estoy hecho un gaznápiro. Por favor: que alguien lo desmienta pronto, con bases, que al menos le digan a Catón exagerado o un poquito mentiroso, por amor de Dios.

La Botica.- “Piensa. Lee. Escribe. Sueña.” Con estas palabras solía firmar sus correos electrónicos el maestro Carlos Domínguez Millian y esa rúbrica describe su gran espíritu. Hombre bueno, sensible, afable y culto, con errores pero sin mala fe. Jamás usó su paso por la administración pública para enriquecerse. Vivió con limitación y, al final, hasta escasez. Sirvió a muchos siempre que pudo. Sembró abundante mies pero conoció ingratitudes que no merecía. Deja amigos. Descanse en paz.

antonionemi@gmail.com

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