Jorge Arturo Rodríguez
Tierra de Babel
Estoy con Charles Chaplin: algo hay tan evidente como la muerte y es la vida. Porque, después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida. No hay más; no hay menos. Vaya, que la muerte es una amarga pirueta de la que no guardan recuerdo los muertos sino los vivos. Por eso, sigo las palabras de William Deer, cuando dijo que mientras la vida siga jugando contigo, tú detente a jugar con ella, seguro que le ganas la partida.
En fin, que si hubiera de morir dentro de unos instantes, escribiría estas sabias palabras: árbol del pan y de la miel, ruibarbo, cocacola, zonite, cruz gamada. Y me echaría a llorar. Porque uno puede llorar hasta con la palabra “excusadO” si tiene ganas de llorar. Y esto es lo que hoy me pasa. Estoy dispuesto a perder hasta las uñas, a sacarme los ojos y exprimirlos como limones sobre la taza de café. (“Te convido a una taza de café con cascaritas de ojo, corazón mío”).
Y antes de que caiga sobre mi lengua el hielo del silencio, antes de que se raje mi garganta y mi corazón se desplome como una bolsa de cuero, quiero decirte, vida mía, lo agradecido que estoy, por este hígado estupendo que me dejó comer todas tus rosas, el día que entré a tu jardín oculto sin que nadie me viera.
Pero claro que sí, la muerte llama, uno a uno, a todos los hombres y a las mujeres todas, sin olvidarse de uno solo –¡Dios, qué fatal memoria!– y los que por ahora vamos librando, saltando de bache en bache como mariposas o gacelas, jamás llegamos a creer que fuera con nosotros, algún día, su cruel designio.
Cierto, cualquiera puede morir en un instante. El último suspiro le pertenece a la muerte. Conozco a gente que vive a diario temerosa de su presencia; otras, por el contrario, la desafían. Hay quienes se topan con ella, inesperadamente; muchas más viven a su lado, todos los días, todas las noches. A menudo se le respeta, se le venera; en no pocas ocasiones se le implora, se ansía su llegada. Pero ella aparece cuando quiere, tiene suficientes, en ciertos tiempos abundantes últimos suspiros.
En todo caso, ahora que a diario nuestro país sufre de tantas muertes estúpidas provocadas por la guerra contra el narcotráfico, hermanada con corrupción e impunidad, me pregunto con Bob Dylan, ¿cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas?
Recordemos que la muerte de cualquier hombre nos disminuye, porque formamos parte de la humanidad; por tanto, nunca mandemos a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por nosotros mismos, parafraseando a John Donne.
¿Miedo a la muerte? A veces sí, pero la verdad que uno debe temerle a la vida, no a la muerte. Pero la verdad, no le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda, como dijo Woody Allen.
En suma, sé que es incierto el lugar en donde la muerte me espera; la esperaré, pues, en todo lugar, escribiera Lucio Anneo Séneca. O como me dijo mi madre, a descansar cuando me muera.
Nota: Texto escrito con ayuda de Mario Benedetti, Camilo José Cela, Jaime Sabines, Marlene Dietrich, algunos de mis muertos queridos.
De cinismos y anexas
Pero si de tan bello tema hablamos, me acuerdo de las palabras de mi estimado Enrique Jardiel Poncela: “La muerte tiene una sola cosa agradable: las viudas”. ¡Viva la muerte!
Hasta la próxima
jarl63@yahoo.com.mx
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