jueves, 25 de noviembre de 2010

La balada del hombre orquesta

Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

Que breves son los sexenios. Apenas ayer Fidel Herrera Beltrán llegó, vio y venció a las hordas alemanistas ocupadas poco en gobernar y mucho en satisfacer y alimentar sus propias ambiciones, entre ellas la sucesoria. En abono de esa voracidad, el alemanismo postrero entorpecía y torpedeaba al entonces senador en todos sus eventos, actos, discursos, dichos, apariciones y actividades de pre-campaña, un frenesí político, económico, informativo y geográfico que lo convirtió en el aspirante más adelantado, el más conocido, el de mayores compromisos, el de las mejores promesas, el de las inagotables palabras, el de la declaración versátil, el de la puntualidad relativa, el de la ubicuidad sorprendente y la información exhaustiva … Y todo eso era como aspirante, todo eso fue como candidato, todo eso ha sido como gobernador. Todo, menos eterno.
Convertido el sexenio en la medida de todas las cosas, mientras el alemanismo en decadencia tramitaba en Finanzas su acta de defunción, una palabra redefinía su significado y adquiría acta de nacimiento en todo el territorio: fidelidad. Al transmutarse en corriente sexenal, nacida para inundar Veracruz no como un concepto o una idea, sino como profesión de fe, engendrada no de un plan ni de un proyecto, sino de un nombre propio, al tener dueño un término de significado tan preciso se hizo ambiguo, equívoco e incluso contradictorio. Junto al período del hombre y su nombre, declina la vigencia de tan ajetreada palabra.
Del abundante, disparejo, maleable y difuso ejército de la fidelidad, hoy busca sobrevivir una tropa de saltimbanquis. Nacidos de la nada, surgidos del ayer o sacados de la manga, los feligreses de la fidelidad usaron el término sin practicarlo, y gracias a él tuvieron palestra e hicieron o incrementaron fortuna. Proclamados eficaces operadores políticos y grandes negociadores, cohabitan entre negociación, negocios, negociador y negociante. Pululan los mercaderes. Saben dividir y restar, suman a su cuenta y se multiplican a sí mismos. Indigentes mentales, su discurso se limita a apelar al nombre y posición del jefe y superior para obtener apoyos, beneficios y posiciones. Serviles y soberbios según hablen con ricos y poderosos o con simples y sencillos ciudadanos. Florecen regados por el abuso de medios ajenos y recursos públicos. Artistas del círculo vicioso, pescan incautos a su causa hablando en nombre del Señor, y venden como aportación propia los favores obtenidos de los nuevos prosélitos. Omiten decir al Señor que sus nuevas ofrendas surgen de atemorizar a los conversos ondeando su estandarte. Así trasegaron recursos, tinta o aire, puestos, dirigencias, sueldos, candidaturas, favores y prebendas construidas de la nada. Reclutan a sus propios devotos en medios, oficinas, dependencias, distritos y municipios. Convierten la palabra empeñada en traición permanente, y con esa herramienta disponen de promesas para puestos, contratos y cargos edilicios, a veces fracasados. Deben a la fidelidad lo que son y lo que tienen, sean notarías, placas, diputaciones, puestos, dirigencias, alcaldías, regidurías y todo lo que acumulan y atesoran. El ejército de la fidelidad no tiene infantería.
Hay reciclados, inventados, renacidos y aprendices. Unos ya estaban, otros acaban de llegar, ninguno se quiere ir. Mientras unos se acomodan en su curul, otros sin curul recurren al chantaje buscando llegar al gabinete. Para encubrir limitaciones se apropian de logros y virtudes ajenas y demeritan e injurian sin dar la cara lo mismo al compañero que al contendiente. Huyen de la responsabilidad en sus derrotas, errores y descalabros públicos, políticos y electorales, que son estrepitosos y ellos vuelven inescrutables. La culpa, invariablemente, es de los otros, de los demás, de las circunstancias y las coyunturas. Ante cada fracaso se ponen la careta de infalibles y gritan descompuestos “¡¡Quiero ver al pendejo que tuvo la culpa!!”. Cosa fácil, porque basta con que se vean en el espejo.
La envidia los hace presumir aptitudes que no poseen. Ocultan su mediocridad reclamando airadamente premios, cargos, recursos, medios y posiciones. Burdos para exaltar su imagen, confunden información con propaganda. Alegan que su perversidad no existe y que los equivocados, los conspiradores, son siempre los otros. Saben hundir, no navegar.
Pero en el origen, fue el verbo. En aquellos días, ante la hostilidad de los alemanistas apuntados a suceder a su patrón, Fidel Herrera vio reducidos sus márgenes de maniobra, el acoso a sus aliados, limitada su capacidad operativa. Ahí se atizó su vocación de hombre orquesta, y se convirtió en asistente a tertulias, velorios, bodas, cumpleaños, kermés, cumbres, misas, juntas, reuniones, comidas, rosarios, cenas, inauguraciones, peregrinaciones, asilos, clausuras, escuelas, ferias, ranchos, despegues, salidas, llegadas, destapes, desayunos y meriendas, así fueran en puntos distantes y al mismo tiempo. Era anfitrión e invitado, padrino de generación e hijo predilecto, doctor honoris causa, nombre de calle, colonia y refresco, articulista de todos los temas, conferencista de cualquier disciplina, legislador, maestro, feligrés, negociador, gestor… Nunca una pregunta sin respuesta, siempre una palabra, una indicación, un gesto que dejaba satisfechos al momento a peticionarios y solicitantes.
Ya en Palacio, esa vocación de hombre orquesta permitió a muchos de sus acompañantes simular la tonada, desafinar, convertirse en eco, tocar su propia melodía, o de plano ni siquiera conocer sus instrumentos. Cuando intentaban entender la partitura, de un compás a otro se invertía el tono, cambiaban los arreglos y las letras, se alteraba el ritmo y la cadencia y se les pedía entonar al mismo tiempo marchas, tangos, himnos y zarzuelas. Tocaba según la inspiración, el ánimo, el público o el clima, sin cuidar acordes ni armonía. Ni director ni solista: hombre orquesta que usaba el violín, el contrabajo, los timbales, la trompeta, la flauta, el acordeón, el güiro, los platillos y las voces. Ante tal escenario, los del coro, en vez de cantar, se dedicaron a aplaudir. Mucho ruido, ninguna sinfonía.
Todos decían obedecerlo y nadie se ocupaba de cumplir sus instrucciones, en un carrusel de nombres, órdenes, contraórdenes, tarjetas, oficios, responsables, encargados, antesalas, gestores, firmas, oficiales, simuladores… Con un general artillero, mariscal y combatiente, el ejército se hizo tumulto, los oficiales séquito, y el campo de batalla laberinto. Por ocupar todos los frentes, no cuidó la retaguardia. Y hacer cosas simultáneamente en su nombre y a sus espaldas se hizo persistente y redituable.
Al hacer todas las peguntas y tener todas las respuestas, el diálogo era el monólogo del gobernante, y los oficiales ocultaban su ignorancia con los ojos en blanco, guarecidos en un silencio disfrazado de respeto. Y con la coartada del respeto ejecutaron como auténticos verdugos recursos económicos, materiales, humanos y políticos, en una mezcla arbitraria de frivolidad y desenfreno de la que quieren ser premiados. El jefe era invocado como escudo divino, el poseedor del tercer misterio de Fátima, las tablas de la ley, creador o acumulador de la buena fortuna.
De sus amigos recibe gratitud. En la calle el juicio es disparejo, del reclamo al aplauso, de la condena al reposo. Pudo cumplir su anhelo, alcanzar su sueño y conjurar su pesadilla. Controló su propia sucesión, a pesar de que su ubicuidad no conoció freno aún cuando llegó a ser más un problema que una solución, y su hiperactividad no se detuvo a pesar de que ya no era necesaria. En campaña la plenitud del poder restó fuerza a la palabra del candidato. No habrá tregua ni silencio, por lo que se antoja necesaria la prudencia para exorcizar las profecías que le otorgan poderes esperpénticos más allá de su vida sexenal. Prolongar el eco de su nombre limita al sucesor, reduce el espacio que hoy demanda otros aires, otros nombres, otras voces, otra expresión, otra mirada, acciones, seguimiento, proyectos, planes y sentido.
Para transformar el estribillo en sinfonía no se busca a un iluminado ni se necesita un hombre orquesta. Se ocupa dirección, conocimiento, liderazgo y partitura para coordinar movimientos con ritmo y lucidez. Veracruz, su gente, su gobierno, los medios, la política, requieren talento para cambiar el sonsonete, poner pulso y compás, armonía, cadencia, afinación, transparencia y consonancia. Veracruz necesita otra tonada. No regala aplausos, espera respuestas. No quiere himnos, exige conciertos.

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