Rafael Durián
Crónica ácida
El fin de semana pasado, algo cambió toda mi percepción al leer una publicación de periodismo descriptivo, donde encontré una de las crónicas más dramáticas que he leído: “Los Acapulco Kids”.
El tres veces ganador del premio nacional de periodismo en la categoría de Crónica, Alejandro Almazán, detalla de manera específica la asquerosa actividad de la pederastia en dicho puerto.
La palabra “asquerosa” es el sabor que le queda a todo aquel que línea tras línea se entera de lo común que es dicha parafilia en el mal llamado “Puerto más bello del mundo”.
La lectura en la que me sumergí completamente fue interrumpida por mi hijo, quien en el asiento trasero del auto me llamó tocando mi hombro: “Papá”, replicó mostrando con su dedo índice unos garabatos dibujados en el empañado medallón.
Hice a un lado la crónica y me acerqué a ver la obra del pequeño. Al verla, todo empezó a cobrar forma, ya que mientras giraba la cabeza con el fin de entender el dibujo y reconocer cada parte de él, el joven artista incomprendido explicaba su creación: “Eres tú leyendo; mi hermano durmiendo; mi mamá con la bolsa que olvidó en la casa y por la cual tuvimos que regresar en medio del aguacero, y soy yo dibujando”.
Fue ahí cuando yo no quise dejar que pasara el tiempo en ese auto con mi hijo. Quise aprovecharlo y que nunca terminara. Empezamos ambos a dibujar en todos los vidrios todas las cosas que se nos ocurrieran: globos, papalotes, barcos de papel… era lo único que se me ocurría cuando recordaba el comercial de un auto, creo Chevrolet, en donde sus ocupantes dibujaban sobre los empañados vidrios.
El niño, al notar mi extraño brote de atención hacia él y hacia su actividad, empezó a interesarse en mi lectura y observaba detenidamente las ilustraciones de René Vásquez de León y la fotografía de Federico Gama que acompañaban la fuerte crónica. Él reía al intentar dibujar el letrero de un hombre llevando en un carrito de supermercado a tres niños… no los pudo realizar.
En ese momento, recordaba aquella plática con una guapa psicóloga que me explicaba los sentimientos que cada niño expresa mediante sus dibujos. Comprobé que cuando un niño le dibuja a una persona los pies articulados es porque sabe el lugar en donde están, entre otras cosas. Una vez que no teníamos espacio para seguir dibujando dentro del auto y con toda la familia completa, nos fuimos a donde pensábamos ir, no sin antes pasar a la biblioteca Conaculta para comprar cualquier compendio de cuentos infantiles que llene la necesidad de lectura de mi hijo, y ante la enorme oferta que el mercado de lectura infantil ofrece, el vendedor, rompiendo con la política de ventas de la librería, me recomendó un pasquín gratuito, que tenía oculto detrás de la puerta de salida: “Este es muy bueno y fomenta muy bien la lectura en niños”, dijo el desaliñado dependiente.
De camino a nuestro destino, el niño obligó a su madre a leerle un poco del Tentero, así se llama el periodiquillo, del cual quedé encantado por su correcto equilibrio textos/ilustraciones.
La sección favorita del chamaco fue “Tecnoloquita”, espacio donde someramente explican a los niños el complejo funcionamiento de electrodomésticos; su cuento favorito, “La Caperupizza”.
Un poco de alegría infantil hizo que pudiera concluir la dura crónica y los impactantes testimonios de niños, en su mayoría indígenas, que sufren los terribles abusos de grupos de pedofilia bien organizados que, con facilidad, cambian su base y continúan sin castigo, muchas veces gracias al apoyo de autoridades o de programas tácitos como “no se detiene a los turistas”. Cabe señalar que no solo turistas participan en dicha actividad… bueno, según relata la crónica de Almazán.
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