lunes, 20 de enero de 2014

Los síntomas de la colombianización

Roberto Morales Ayala
Zona Franca

A manera de prólogo del libro Primavera del Mal, su autor, el escritor F.G. Haghenbeck, cita a William S. Burroughs (1914-1997), célebre novelista y ensayista estadounidense: “México no es sencillo ni festivo, ni bucólico. No se parece remotamente a una aldea franco-canadiense. Es un país oriental en el que se reflejan dos mil años de enfermedades y miseria y degradación y estupidez y esclavitud y brutalidad y terrorismo físico y psicológico. México es siniestro y tenebroso y caótico, con el caos propio de los sueños: A mí, me encanta”.
Aunque tengo el libro La primavera del Mal en mis manos, apenas he empezado a leerlo, pero el libro que ya leí es La parábola de Pablo Escobar, del periodista colombiano Alonso J. Salazar, cuya historia basada en testimonios reales, derivó en una serie televisiva tan exitosa, como cruenta, titulada “Pablo Escobar, El patrón del mal”. Antes de empezar cada capítulo de la serie, aparece en pantalla una advertencia contundente: ‘Quien no conoce su historia está condenado a repetirla’.
Escobar llevó a Colombia a niveles de degradación política y social en que el factor común fue la corrupción, el hilo conductor entre quienes detentaban el poder y quienes transgredían la ley, conviviendo y solapándose, encubriendo los crímenes del capo, la estela de muerte y el terror en que sumió a la sociedad.
 “Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, dice el estribillo que antecede a cada capítulo de la serie televisiva “Pablo Escobar, El Patrón del Mal”. Los colombianos lo saben y aunque hayan surgido nuevos capos, su sistema político lucha por evitar que los zares de la droga les arrebaten el poder, el control de territorios, que corrompan policías, que extorsionen a la sociedad, que recluten ciudadanos y los conviertan en sicarios y muchas formas más visibles del narcoestado.
Como Colombia, México tiene su propia historia —de ahí lo interesante de la novela “La Primavera del Mal” que ofrece una narrativa documentada en el camino recorrido por el narcotráfico y la política desde 1930—. Sin embargo, ante ambas historias, la propia y la ajena, la clase política mexicana decide cerrar los ojos, y es por eso que paso a paso nos enfilamos a ese despeñadero de violencia, impunidad y terror.
México vive una colombianización en la que los actores políticos e incluso las instituciones se han venido sometiendo al poder del crimen organizado. México vive entre la violencia y la inacción oficial. En diversas regiones no gobiernan las instituciones sino los grupos de poder, las bandas dedicadas al tráfico de drogas, al secuestro, a la extorsión, a la trata de personas y a todos aquellos negocios lucrativos que se inscriben en el ámbito de la ilegalidad.
Michoacán es hoy el foco de alerta. Pasó por el avance del narco, el control de las policías, su influencia entre los políticos, la impunidad en todas las esferas del aparato de justicia y el surgimiento de las autodefensas con tintes de insurrección popular.
Los últimos acontecimientos, el envío de tropas federales a Michoacán y los muertos a manos de militares cuando los civiles exigían su retiro y expresaban su negativa a que las autodefensas se desarmaran hasta que no se desmantele al cartel de Los Caballeros Templarios, permitió dimensionar la crisis del Estado mexicano frente al narco.
Por años, el gobierno permitió que ahí avanzara el narcotráfico y al mismo tiempo dejó a la sociedad a expensas de la violencia, de los grupos delictivos que iban dominando las principales ciudades e imponiendo su propia ley, del fundamentalismo que caracteriza el discurso de los narcotemplarios y de la suplantación de los poderes reales por el poder de la delincuencia.
Michoacán es un territorio codiciado porque en él confluyen elementos ideales para el tráfico de drogas. El puerto de Lázaro Cárdenas ha sido el principal punto de ingreso de precursores químicos provenientes de Asia para la fabricación de drogas sintéticas; la zona montañosa favorece el trasiego de droga, y existe una red policíaca, tolerada por el poder público, que trabaja para el crimen organizado.
De ahí la importancia de dominar ese territorio. De ahí la presencia de Los Caballeros Templarios y los choques violentos con las principales bandas delictivas, entre ellas la del Chapo Guzmán, los Zetas y el Cártel del Golfo. Todos por controlar Michoacán.
La violencia y la impunidad con que se han conducido Los Templarios creó condiciones por demás adversas a la sociedad michoacana. Una vez determinaron que no entrara el transporte de mercancías a las poblaciones y eso llevó a quiebra a miles de comercios, además de generar condiciones de desabasto y hambre en las que el pueblo fue la principal víctima.
En 2012, al celebrarse las elecciones federales, Los Templarios ordenaron que pueblos enteros votaran por el PRI, y en caso de ganar la oposición, habría un baño de sangre.
Ese episodio estableció un hilo conductor entre el crimen organizado y el PRI, cuyo candidato presidencial era Enrique Peña Nieto. La oposición panista y perredista alertó que el proceso democrático se había alterado, pero nada ocurrió y los votos para el hoy presidente de México se contabilizaron de manera normal, obviamente con la complicidad de los órganos electorales.
Durante el gobierno estatal perredista de Leonel Godoy se acusó a una decena de alcaldes de proteger al crimen organizado. Se les detuvo y enjuició y al final fueron liberados.
Tampoco el ex presidente Felipe Calderón Hinojosa estuvo a salvo de ser señalado que en su estado natal, el gobierno federal había sido omiso con las bandas del narcotráfico.
Actualmente, la pasividad del gobernador michoacano, Fausto Vallejo, ha sido motivo de acres críticas, no sólo por el avance del crimen organizado sino por su constante crítica a las autodefensas, pero sin mover un dedo para proteger a la población de las amenazas de los grupos delincuenciales.
Hoy el discurso de los políticos mexicanos se parece al de los políticos colombianos, cuando el capo Pablo Escobar y sus socios dominaban toda Colombia, que aseguraban que garantizaban la estabilidad y la paz, pero en realidad los colombianos estaban secuestrados por el narcoterrorismo.
Todo era previsible. México no aprendió de la lección de Colombia. Los capos del narco, como Pablo Escobar, crecieron al amparo del poder, se adueñaron de la instituciones, se convirtieron en el terror de los pueblos y gozaron de impunidad.
Ahora habrá que trabajar para revertir el daño al tejido social. Si es que se puede.

(romoaya@gmail.com)(@moralesrobert)

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