Juan Antonio Nemi Dib
Tuve la oportunidad de habitar un departamento ubicado dentro de un conjunto habitacional construido para maestros y burócratas pero, al paso de los años, ocupado por familias y personas de diversas profesiones y perfiles culturales.
Apenas fueron meses y, además, en forma intermitente, pero se trató de una experiencia intensa y muy ilustrativa respecto de lo que significa residir en espacios reducidos, con alta densidad de ocupantes, vehículos, mascotas y un ritmo de vida siempre apurado, propio de las grandes ciudades.
Disfruté la solidaridad y la cortesía de algunos vecinos pero también de la indiferencia de muchos, absortos en sus ocupaciones y problemas y poco dispuestos a compartir su tiempo, de por sí escaso, aún en los fines de semana que supuestamente serían para el descanso y la convivencia. También vi la frustración de niños y adolescentes porque los jóvenes mayores “agandallaban” todo el día la cancha (incluso en días y horas de escuela), realmente el único espacio disponible para actividades en común. No fue menos el pelotazo rompiendo una ventana, evidentemente accidental pero sin nadie que tuviera la decencia y el sentido de responsabilidad para asumirlo.
Prescindir de los objetos menos necesarios, sencillamente porque no caben y aprender a compartir un espacio de 32 metros cuadrados con un solo baño entre cinco personas es sólo una de las proezas que tienen que lograrse además de evitar que la grasa de la cocina se impregne en las almohadas, que la basura (sobre todo la orgánica) se acumule dentro de casa más tiempo del debido y apeste las estancias y aprender a lavar y secar la ropa sucia por tandas, porque no cabe toda al mismo tiempo.
Quien ha vivido siempre en una casa independiente, por pequeña o modesta que sea, tendrá dificultades para entender lo que significa la “cultura del departamento” y la unidad habitacional, en la que obligadamente hay que compartir casi todo, incluyendo la privacidad.
Sin embargo, en esta cultura son las agresiones deliberadas las que más desgastan y provocan conflictos: encontrar la pantalla del televisor estrellada en el suelo porque desde la azotea un vándalo arrancó de tajo el cable de señal y del jalón la tiró al piso, quedar repentinamente sin agua porque alguien cerró la llave de paso o con una manguerita trasvasó furtivamente el agua hasta su propio tinaco, encontrar el coche rallado con un vidrio “por puras barbas” o la basura de “algún inquilino de arriba” derramada sobre la puerta del departamento, porque ese “alguien” iba de prisa, se rompió su bolsa y no hubo tiempo de recogerla “por las prisas” y aún peor, el que deja permanentemente la basura en los pasillos del edificio, obligando al resto a brincarla hasta que el hedor y los bichos se hacen insoportables y acaba uno mismo llevándola a su sitio, maldiciendo pero llevándola a su sitio. ¿Y el que se niega a pagar las cuotas de mantenimiento?
Pero sin duda, una de las peores injurias es el ruido causado por los habitantes de las viviendas contiguas. Los espacios reducidos y las colindancias casi simbólicas multiplican exponencialmente el escándalo que se sufre en unidades habitacionales y departamentos. Además del daño físico que causa, el ruido generado por vecinos constituye un terrible agravio emocional: es la expresión más drástica de desprecio por los demás, la prepotencia de imponerles a los otros una batahola (musical, de martillos y taladros en apogeo, de gritos, de televisores en alto volumen o simplemente de niños fuera de control) que supone al que la causa una superioridad moral sobre aquéllos que la sufren, con derecho divino para cancelarles su descanso, a imponerles un ritmo y un estilo musical, a obligarles a “ver de oídas” la telenovela de la noche.
Al margen de mi experiencia personal, conozco otros casos patéticos y, venturosamente no he sido protagonista de ellos, ni como víctima ni como victimario, porque difícilmente los habría soportado. ¿Se imagina usted música de reggaeton a las 3 de la mañana, a las puertas de su casa y el padre del imberbe responsable negándose a silenciarlo porque “es su cumpleaños y el niño lo está festejando”?
Respetar a los colindantes es una tarea relativamente pequeña que, por el contrario, produce grandes dividendos: facilita el que a usted le traten con la misma moneda y le respeten también, pero además, hace grande y verdaderamente civilizado al País.
Ningún gobernante puede hacer esa tarea por los ciudadanos: respetar a sus vecinos.
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