jueves, 27 de septiembre de 2007

¡Taxis!

Juan Antonio Nemi Dib

(Historias de Cosas Pequeñas II)

El viernes al llegar a casa, mi sobrino de 19 años me dijo que tenía algo delicado que comentar conmigo: que por primera vez se había enfrentado a la muerte y no como un asunto teórico sino como la posibilidad real y concreta de estar muerto. Como es bromista y su cerebro procesa mucho y rápido, me lo tomé a chiste y me dispuse a esperar la segunda parte de la ocurrencia, hasta que lo vi realmente demudado y comprendí que me hablaba en serio.

Me contó que ante lo caótico del tráfico –más agudo ese día— optó por caminar unas 20 cuadras desde la escuela, valorando que llegaría más rápido que en el camión urbano. Dice que al llegar a la esquina de El Tejar y 20 de Noviembre, un crucero de mediana densidad de tránsito, un impulso extraño lo contuvo de continuar pasando la calle y que incluso retrajo el pie que ya había puesto en el arroyo de la calle, apenas una fracción de segundo antes de que un taxi a toda velocidad que circulaba sobre la avenida diese vuelta intempestivamente y sin frenar, terminando estampado contra otro vehículo que se encontraba detenido; el taxi se incrustó literalmente bajo el otro coche.

Aunque sólo un pelo de rana lo salvó del aplastamiento, me platica que en ese momento lo que más le sorprendió fue la violencia salvaje con la que el joven taxista se bajó a reclamar airadamente al conductor del otro vehículo que, evidentemente, no tenía responsabilidad alguna. No sabremos el resto de la historia, porque mi sobrino optó por no “comerse el chisme” y siguió su camino hacia casa, pero fue precisamente en esa segunda porción de recorrido cuando “repasó la película” y se dio cuenta del peligro mortal que enfrentó.

Este incidente le pudo ocurrir a cualquiera que conduzca autos, especialmente a mí que en eso de manejar no soy precisamente virtuoso, pero no hay duda que los taxis –por su número, por los kilómetros que recorren cotidianamente, por las complicaciones propias de la actividad de transporte público– son mucho más vulnerables y susceptibles de verse involucrados en accidentes de tránsito que el resto de coches.

A esta circunstancia estadística la podemos considerar “lógica y natural” pues la ecuación “muchos taxis circulando” es igual a “muchas probabilidades de incidentes que involucran taxis”. Sin embargo, para que sea útil hay que agregar al análisis la conducta de algunos taxistas. No me atrevo a generalizarla porque desde luego existen taxistas educados, amables, respetuosos de la gente y de las normas de tránsito, pero son muchos los conductores de taxi que frente al volante sufren auténticas transformaciones de personalidad, desplegando niveles de agresión insospechados.

¿Algún pasajero hace la parada repentinamente? El taxi frenará bruscamente para que lo aborde ese nuevo cliente así el auto vaya transitando a 70 kilómetros por hora y se pare en medio de una calle congestionada. No importa. Él está trabajando y usted necesariamente va “sólo de paseo”. Pero si por cualquier circunstancia usted detiene su auto delante de uno de esos taxistas atrabancados prepárese para un concierto de improperios. ¿Cómo osa usted afectarle si él está trabajando?

A pesar de su indiscutible y valiosa contribución a la comunidad, transportando a miles de personas y en ocasiones mercancías, de día y de noche, por sitios inseguros y no pocas veces en urgencias médicas, los taxistas no tienen la mejor imagen pública ni mucha simpatía que digamos: algunos le rebasarán por la derecha, detendrán su marcha y pararán todo el tránsito justo cuando se ponga el “siga” en el semáforo, le negarán el paso, darán vuelta en sitio prohibido, se le “cerrarán” intempestivamente, usarán su claxon sin misericordia en lugar de los frenos y se colarán violentamente en el menor resquicio con tal de avanzar –inútilmente– apenas unos centímetros más, enfurecerán contra todo aquello que detenga su marcha así sea por segundos pero obstaculizarán a decenas de autos y peatones sin el menor recato, serán cruentos con quien logre avanzar más rápido que ellos y darán una acre sinfonía de pitidos exigiendo que avance pronto el coche que preceda, apenas un microsegundo después de ponerse la luz verde; de los que trabajan de noche, se puede contar otra historia.

Los excesos de velocidad, las agresiones al resto de vehículos y transeúntes y las constantes faltas a los reglamentos de tránsito que cometen los taxis o, mejor dicho, quienes los conducen, tienen una presunta explicación económica: mientras más tiempo invierten en el traslado de un pasajero, los taxistas estiman que ganan menos y disponen de menos oportunidades para que otro cliente les aborde. En realidad el argumento no es muy consistente: el consumo de combustible con acelerones y frenazos, el desgaste del automóvil, los tiempos muertos por incidentes, las multas, sobornos y reparaciones, seguramente son bastante más costosos que la supuesta utilidad de correr y ganarle el pasaje a los competidores.

Hay en esto, sin embargo, un hecho económicamente cierto: cuando los choferes de taxi son en realidad arrendatarios que tienen que pagar una cuota fija diaria (que suelen llamar “cuenta”), además del combustible y algunas reparaciones menores a cambio de usar el auto, deben disponer de la mayor parte de su ingreso para cubrir sus costos y con frecuencia, los ingresos de toda la jornada de trabajo apenas les alcanzan para liquidar al dueño del coche (y/o del “permiso”, es decir, de las “placas”), por lo que se ponen como locos a conseguir pasaje (a veces dos clientes distintos al mismo tiempo) y llegar así su destino lo más rápidamente posible, a fin de que el esfuerzo del día les alcance, siquiera, para llevar algo de comer a casa.

Es más grave si hay enfermo en la familia, pues la atención médica también cuesta; muchos taxistas no tienen acceso a la seguridad social, ya no digo a una pensión. Los días de descanso (indispensables para un trabajo tan desgastante) y las vacaciones no se cobran. Los dueños no absorben, por lo general, las consecuencias económicas de los siniestros. Por eso, se infiere que la constante presión económica también es causa de la agresiva conducta del taxista, además del efecto emocional de soportar 10 o 12 horas diarias frente al volante todos los días, reto nada sencillo para nadie.

Otro asunto es que el oficio de taxista se convirtió en refugio de los que pierden su empleo o que no consiguen un trabajo adecuado a sus aptitudes. Se ignora que la de taxista es una actividad compleja, que requiere formación y experiencia por lo que no cualquiera (yo por ejemplo) reúne las condiciones emocionales, los reflejos, la pericia, el conocimiento legal, geográfico y mecánico y, sobre todo, la paciencia para transportar sin riesgos a pasajeros inocentes.

Tengo familiares cercanos taxistas; tengo amigos en el gremio (choferes y propietarios) y les debo cosas que agradeceré siempre; con frecuencia conversamos y conozco sus tribulaciones y penurias; sé que la mayor parte de los taxistas sufren su trabajo y eso, por principio, ya es malo para ellos, para sus clientes y para quienes los enfrentan en las calles.

Habría que profesionalizarlos, limitando las licencias sólo a aquéllos taxistas realmente aptos y entrenados; habría que garantizarles el acceso a la seguridad social; habría que hacer obligatorio el seguro amplio de responsabilidad civil para enfrentar rápida y adecuadamente las consecuencias de los siniestros y proteger a sus usuarios, a terceras personas inocentes, pero también a los propios dueños y choferes; habría que promover el establecimiento de mutualidades y cooperativas para mejorar su calidad de vida. Tendríamos entonces un mejor transporte público y menos, muchos menos accidentes protagonizados por taxis. Tendríamos, también, taxistas felices.

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