Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
Era media mañana. Habrían transcurrido apenas unos tres minutos de que el maestro sastre abandonó su taller para ir a comprar botones, cuando la señora entró como ráfaga e increpó al joven aprendiz de remendón por la ropa que había traído días antes para que se la repararan; le dijo al nervioso muchacho que no era justo que las semanas pasaran sin que el trabajo quedase terminado y ella no pudiera disponer de las prendas que tanta falta le hacían y que, a fin de cuentas, sólo requerían pequeños arreglos; la airada mujer gritó que no había denunciado al sastre porque había preferido que le hiciera el trabajo, pero que tanta flojera e irresponsabilidad ya habían llegado a límites insoportables.
Subiendo progresivamente el tono de su voz, la mujer exigió al imberbe principiante que le entregara de inmediato la ropa que había llevado a “diminutos ajustes”, en el estado en que estuviera, aunque “no le hubieran hecho nada”. Aterrorizado, el muchacho alcanzó a responder que eso era imposible, que la única instrucción expresa que había recibido de su maestro era precisamente la de no entregar ninguna prenda a nadie cuando él estuviese ausente. “¿Ah… sí? –gritó la mujer–, pues ahora mismo vas a ver lo que pasa…”. Tomó su teléfono celular, marcó algunos números y repitió, todavía gritando, la misma filípica que le había dirigido al aprendiz.“Ya lo vez, muchacho inútil… dice el maestro que me des la ropa de inmediato”. Estupefacto, el chamaco no pudo siquiera reflexionar que el sastre, supuesto destinatario de la llamada, no estaba al teléfono.
El balance fue demoledor: tres ‘trajes sastre’ con falda y saco (2 de ellos, de lana), varios pantalones y una chamarra cambiaron de dueña en segundos, una joven promesa de la confección se encuentra otra vez en el vía crucis contemporáneo que significa buscar chamba y un pequeño artesano independiente se quiebra los dedos de sus –de por sí– doloridas manos para reponer los enseres robados, principalmente la chamarra, traída del extranjero, a la que sólo tenía que recortarle las mangas a cambio de 120 pesos (menos de la vigésima parte de lo que costó a su clienta).
Esta historia real y reciente se repite decenas de veces por día en todo nuestro País. A fuerza de la costumbre y frecuencia, cuando nos enteramos de los robos que ocurren, ya no nos causan extrañeza y ni siquiera reparamos en las implicaciones terribles de vivir en una sociedad en la que el ingenio, la audacia, la fuerza y el apetito por el dinero fácil tienen mucho más arraigo y reconocimiento que los principios elementales de legalidad que, se supone, nos permiten vivir en paz.
En realidad, cuando nadie sale lastimado en estos hechos y los hurtos resultan de poca monta, hasta sentimos satisfacción y lo celebramos como si fuera el resultado deseable de un partido de futbol: “lo bueno es que te robaron cualquier cosa”, “qué suerte que no te golpearon”, “imagínate si hubiera sido en presencia de tus hijos”, “qué bueno que no te diste cuenta cuando te sacaron la cartera, quién sabe cómo habrías reaccionado”, “no tiene caso denunciarlo, se pierde más tiempo y luego tienes que sufrir a los policías que también te roban y no resuelven nada”, “te salió barato”…
Los criminalistas y la propia ley hacen una distinción clara entre los hurtos violentos y aquéllos, como el de la sastrería, que se practican con más o menos sutileza pero “sin violencia”. De hecho, en Veracruz se penaliza el asalto con mucho más rigor que el robo y, si se trata de irrupciones contra conjuntos de personas, contra comunidades, la sentencia de cárcel con que se castiguen puede llegar a los 30 años, mientras que –en cambio– un ladrón de cuello blanco que “sepa hacer las cosas” disfrutará impunemente de su botín (y aún de reconocimiento social, bajo la premisa aquella de que “el que no tranza no avanza”), gozando de fianzas y castigos menos severos porque no hirió ni mató cuando robaba y eso, suponiendo que las autoridades responsables sepan y quieran localizarle para aprehenderle y, luego, logren hacerlo.
En realidad, haya o no lastimados, heridos graves o muertos, todo robo, en presencia o no de las víctimas, constituye un acto grave de violencia. Aún el comunista más contumaz no podría prescindir de sus calzones ni de su cepillo de dientes; San Francisco de Asís, en toda su bondad, no es imaginable despojado de su ropa talar, maloliente y rasposa, por las manos de un ladrón.
No se trata de una defensa absurda e inconsecuente de la propiedad, sino el reconocimiento de que ninguna comunidad de individuos ofendida por el despojo, en la que los más fuertes o los más hábiles se apoderan ilícitamente de lo que pertenece a otros, útil o suntuario, susceptible de reponerse o no, puede mantenerse unida y en condiciones de crecer y asegurar bienestar a sus integrantes. El daño va mucho más allá del valor de los objetos sisados: se destruye la confianza en los demás y como decía un buen comercial, acaba uno encarcelándose dentro de su propia casa para suponerse protegido de los delincuentes que en realidad, debieran estar tras las rejas.
Entonces, la necesidad de protección se vuelve obsesiva, costosa y la vida, en suma, se crispa y distorsiona cuando se vive para cuidarse de los otros: bardas altas, cajas fuertes, rejas en lugar de ventanas, el poco dinero escondido en el zapato o en el “buche”, carísimas pólizas de seguro, alarmas, vigilantes de los cuáles desconfiar también, blindajes que al final quién sabe si servirán. Lo único cierto es la zozobra. Los ladrones son asesinos de la tranquilidad social.
A palo tras palo, se nos ha olvidado que cualquier forma de robo, cualquiera: chica, mediana, grande, hormiga, industrial, tecnológica, institucional, la de los políticos, la de los banqueros, la de los policías, la de los científicos, la de los sindicatos y sus líderes, la de los contadores, la de las asociaciones benéficas, la de los carteristas, la de los arquitectos e ingenieros, la de los jauleros, la de los ministerios públicos, es un acto –cruento o no– que lastima a sus víctimas directas, pero también a la sociedad dentro de la que ocurre, que tristemente debe acostumbrarse a vivir en la zozobra, que se sabe incapaz de defenderse por las buenas porque sus instituciones no le funcionan y cuyos miembros sufren incertidumbre sólo por saber cuándo serán las víctimas de un destino que parece ya fatal.
Hemos visto de todo: robo de helicópteros, robo de objetos sagrados, robo de inmensos y pesados traileres, robo de personas (sobre todo niños), robo de tecnologías, robo de arte, robo de donaciones filantrópicas, robo de impuestos, robo de medidores de agua, robo de camiones blindados, robo de cableado eléctrico, robo de pizarrones en las escuelas, robo de combustibles, robo de drogas confiscadas, robo de identidades personales. Pero nada nos obliga a resignarnos y menos a aceptarlo como algo común e inevitable. Los ladrones de cualquier tipo son una gran desgracia.
Los ladrones son ladrones, como tales hay que tratarlos.
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