lunes, 12 de noviembre de 2007

Prostitución

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Algunos datos históricos hacen suponer que el primer prostíbulo formalmente establecido con el propósito de comercializar servicios sexuales se fundó y operó en Atenas, seiscientos años antes del nacimiento de Jesucristo; hay quienes se atreven a afirmar que, en siglo V antes de la era cristiana, el precio de una prostituta era un sexto de dracma, es decir, el salario de un jornal de trabajo.
Con toda probabilidad, estas actividades nacieron desde el momento mismo en que un (a) oferente descubrió que podía obtener beneficio a cambio de alquilar su cuerpo y encontró un (a) cliente (a) dispuesto (a) a pagar por ese servicio sexual, de modo que la invención de los burdeles no tuvo que coincidir necesariamente en tiempo y espacio con la aparición de las prostitutas (os). Nótese por favor el cuidado que pongo a los asuntos de género, para ofender lo menos posible a los lectores (as).
Hay registros de prostitución en Sumeria, en el Japón de las Geishas, entre los aztecas, en Cerdeña, en Sicilia, y en Israel, en donde según la Wikipedia, “era común, a pesar de estar expresamente prohibida por la ley judía”. Siendo capital de imperio, Roma llegó al extremo de la prosopopeya, clasificándoles por categorías: desde la más baja, correspondiente a las “cuadrantarias” que eran las más barateras –en el caso de las mujeres— hasta las “felatoras” muy especializadas en la práctica que les daba nombre y que no es prudente detallar.
Algunas culturas utilizaban con sentido ritual los servicios sexuales de varones, otras regulaban las prácticas de prostitución cobrando impuestos, estableciendo uniformes distintivos como los famosos vestidos de color púrpura, delimitando sitios de “trabajo” e incluso, en el siglo XVI –durante la Reforma– las epidemias obligaron a reducir a tres el número de clientes con los que podía yacer durante el día, una prostituta de ciertas regiones de Europa.
Hoy, a finales del 2007, la palabra prostitución no establece diferencia de género, pues el oficio lo ejercen por igual mujeres y hombres, de todas las preferencias e inclinaciones sexuales. El tema de las edades se hace crítico pues, como se sabe, la plaga de la pedofília, la pornografía que protagonizan niños y jóvenes y la prostitución infantil se han generalizado, de modo que no se trata ya de un tema exclusivamente de adultos. Y esto involucra a quienes prestan los servicios, pero también a quienes los utilizan, puesto que el inicio de la vida sexual activa ocurre cada vez a fechas más tempranas y la precocidad en el sexo tiene efectos para clientes y proveedores.
Se necesita una investigación enciclopédica para documentar los intentos de prohibir la prostitución, que ha sido proscrita y castigada una y otra vez de muy diversas maneras, incluyendo la promesa del infierno para los que ponen la materia prima y para los que pagan por ella. En cambio, sin caer en generalizaciones absurdas, es posible afirmar que sistemáticamente han fracasado supinamente, uno tras otro, todos esos intentos de prohibir el arrendamiento temporal de cuerpo.
La prostitución subsiste, permanece y, como es evidente, “evoluciona” hacia formas cada vez más sofisticadas y se asocia a fenómenos complejos como la delincuencia organizada, la trata de blancas, las redes de distribución de drogas y otras condicionantes que dificultan y hasta impiden su control y aún más, su persecución. Hoy los servicios de prostitutas (os) se contratan por teléfono, en la aldea o en la metrópoli; los catálogos de sexo servidoras (es) aparecen en la Internet, con todo y tarifas, y las secciones de “masajes” de los anuncios económicos de los diarios suelen incluir las variantes y peculiaridades de cada servicio, generalmente con ofertas generosas de temporada, a veces hasta un irrechazable “2 por 1”.
Pero si el (la) cliente (a) no desea exponerse a las consecuencias de un encuentro “de bulto”, basta una llamada telefónica a un servicio “hot line” para que reciba una completísima y activa sesión de sexo virtual, según ofrece su masiva publicidad, a cambio de once pesos más iva el minuto (que por supuesto se incluirán en su próxima factura telefónica sin que nadie lo impida).
Al margen de las consideraciones éticas y la convicción de algunos ciudadanos legítimamente preocupados que insisten en la proscripción como única alternativa, la pregunta esencial es la misma: ¿será posible erradicar la prostitución?
En medio del debate de prohibicionistas y permisivos, mientras esa disquisición se resuelve y se encuentra la fórmula mágica para borrar del mapa “el oficio más antiguo del mundo”, miles de sexo servidoras (es) viven esclavizados por mafias opresivas que les obligan a ejercer la profesión contra su voluntad, muchas otras (os) lo hacen sencillamente porque no tienen mejor alternativa para el sustento de sus familias y de ellos mismos. Quizá algunas (os) lo hagan por verdadera vocación, pero incluso las (los) de esta categoría –los que disfrutan su chamba– no están exentos de la violencia y los graves peligros que acompañan a la actividad. A los (las) clientes (as) no les va mejor y no salen siempre bien librados cuando la venta de servicios sexuales esconde robos, secuestros y extorsiones: no son pocos los que han muerto o han sufrido daños irreparables en su salud al ser intoxicados (as) por sus proveedores (as) de sexo servicio. Ya no hablemos de los enormes riesgos sanitarios de las prácticas sexuales promiscuas y sin control.
En realidad los caminos se acotan: a los sexo servidores y a quienes les aprovechan, el debate sobre el tema les tiene muy sin cuidado, pues mientras partidarios y contrarios continúan discutiendo si prohibir o permitir, si regular y proteger, si fiscalizar o no, el mercado impone su lógica salvaje y al final las prostitutas (os) lo único que están haciendo es abastecer puntualmente, de día y de noche, a un público demandante, ávido y listo para consumirles. Parece que el tema no está en la ética de los opinantes sino en los apetitos sexuales de los clientes. ¿Terminarán éstos algún día?

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