lunes, 21 de abril de 2008

Comerciantes

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Recién se instaló a la vuelta de nuestra casa una de esas enormes papelerías y depósitos de material para oficina que parecen supermercados en los que uno toma el carrito y recorre los pasillos llenos de anaqueles, despachándose por sí mismo, el famoso “self service” que importamos de los Estados Unidos igual que muchos otros procedimientos “ahorrativos” con los recursos humanos.
Si ese sistema para vender tiene alguna ventaja evidente, es sólo para los propietarios de las tiendas como la nueva papelería, que ganan dinero escatimando en salarios y prestaciones de empleados pero que convierten en un problema para los consumidores el conseguir un dependiente capaz de proporcionar información precisa y oportuna sobre la mercancía que están buscando y las condiciones en que ésta se vende.
Probablemente esos sistemas comerciales no respondan sólo a cuestiones económicas sino también a un patrón cultural: tal parece que la sociedad norteamericana disminuye y hasta evita los contactos personales, los reduce al mínimo indispensable; enormes distancias y larguísimos traslados dentro y fuera de las ciudades, hábitos rígidos, alta competitividad y permanente exigencia, cargas de trabajo que pueden ser extenuantes, individualismo extremo y una moral polivalente y compleja —difícil de entender para nosotros— son condiciones que no favorecen los encuentros entre personas.
En Estados Unidos, cualquier conflicto entre individuos, el menor, puede concluir con una llamada a la policía y hasta en los tribunales y a fin de cuentas, todo está diseñado para reducir tanto como sea posible la interlocución, que para eso están las máquinas, que nunca se quejan, que son precisas, que no “malinterpretan” y que carecen de emociones. La fórmula es simple: hay que “marcar la opción deseada” en el teléfono, teclear un número de tarjeta de crédito y ¡voila!, todo quedará maravillosamente resuelto sin tener que soportar a nadie, aunque acabe uno escogiendo lo “más parecido” a lo que realmente se busca.
Detrás de las tecnologías que permiten comprar por teléfono y a través de la internet, detrás de las ventas por catálogo y de los famosos “outlets” (supuestos almacenes de remate que venden “mucho más barato”), detrás de los engorrosos sistemas de tele mercadeo que bombardean por televisión las 24 horas con anuncios de productos “únicos, novedosísimos, milagrosos, baratísimos, que no se podrán conseguir si no es llamando ahora mismo” y que siempre viajarán en precio promocional y con regalo anexo hasta la puerta de la propia casa, detrás de las compras a distancia mediante dinero plástico (y prolongados meses de sufridos “abonos chiquitos”), detrás de todo ese discurso que pretende la eficiencia en las operaciones mercantiles, hay enorme desprecio por las relaciones humanas. A fin de cuentas, vender y comprar de esa manera es el reflejo más visible de una sociedad muy celosa de los espacios individuales y proclive a la soledad. Pareciera una organización social que tiende a la automatización pero no sólo de los procedimientos, también de las personas.
Y no es todo.
Un piso de ventas sutilmente diseñado, espacioso, iluminado y generador de sensación de abundancia, pone al alcance de la mano –igual que en el supermercado— cientos de productos que uno realmente no necesita pero que se tornan irresistibles y, de repente, se convierten en una carencia imperdonable para nuestra vida cotidiana; si el dinero en efectivo no nos alcanza o el crédito de la tarjeta de crédito está excedido, si nos invade la frustración de no cargar al momento con esos objetos, a la tienda no le preocupa demasiado: los modernos mercaderes saben que esos artículos innecesarios se habrán convertido para los consumidores en un obscuro objeto del deseo que no terminará sino comprándolos –lo más pronto posible—, en tanto se les sustituye con alguna nueva “necesidad” posterior.
En nuestra sociedad de consumo, así funciona la fórmula con la mayoría de las personas –incluso aquéllas que niegan adicción a comprar— y verdaderamente debe tenerse voluntad férrea para no adquirir salvo lo necesario, además de un espíritu firme que nos permita superar el infortunio que significa no adquirir lo que nos han convertido en carencia ingente.
Esas tiendas favorecen la economía monopólica que tanto nos daña a todos. Generalmente sólo expenden una marca y un modelo de cada producto. Los gerentes de compras de esas cadenas comerciales conjeturan –y determinan— los deseos y necesidades de los clientes, quienes acaban comprando lo que conviene al establecimiento y no a ellos mismos, sin posibilidad de escoger. El consumidor tiene que adaptarse a las unidades de medida, a las compatibilidades, a las envolturas, al volumen de productos y hasta a los gustos de los tenderos del tercer milenio.
Igual que ocurrió con la nueva papelería vecina, en primera instancia, sus flamantes y rápidamente edificadas instalaciones, los nombres –generalmente extranjeros— sus estilos de mercadeo, los novedosos, coloridos y atractivamente empacados productos “de vanguardia” que introducen a cada momento, parecieran sinónimo de modernidad y avance; hay quienes entienden como signo de progreso que estas “importantes empresas” vengan a instalarse con nosotros. Y algún despistado hasta se sentirá comprando dentro de territorio estadounidense, quizá dentro de un “mall”.
En la práctica, se trata de un desplazamiento feroz de los medianos y pequeños comerciantes locales que día con día van cerrando sus changarros (¡qué lejana utopía de foxilandia!), incapaces de competir contra estos monstruos agresivos, voraces e insaciables que con frecuencia controlan todo el ciclo económico: diseñan, fabrican, empacan con sus marcas, importan, almacenan, venden y financian –su verdadera fuente de negocio. La estadística resulta demoledora: los micro y pequeños negocios comerciales familiares enfrentan más de un 80% de posibilidades de quebrar y cerrar en sus primeros dos años de existencia.
Concentración de capitales que impone modelos culturales y viceversa. Ciclos que serían virtuosos a los ojos de los defensores a rajatabla de la apertura económica pero que, más pronto que tarde terminarán dejando descapitalizados, en el desempleo y la desesperanza a aquéllos que “no fueron capaces de modernizarse para competir” o que, en realidad, están siendo avasallados por la nueva economía de las grandes corporaciones contra la que resulta ingenuo contender.
En la miscelánea de la esquina no venden juguetes tecnológicos (mi confesable adicción) ni encuentro micas protectoras para la pantalla del celular, pero me llaman por mi nombre, me preparan las tortas sin aguacate, me venden sólo diez hojas tamaño carta si esas necesito, no me obligan a cargar con una resma; en la miscelánea de la esquina no son tan prepotentes como para cobrarme siete pesos de estacionamiento encima de que voy a comprarles, no me “califican” como sujeto de crédito (y ciertamente me fían), no me secuestran una hora para “autorizar o no” que les pague con cheque ni me revisan al salir, tratándome de ladrón, para verificar que no robé sus preciadas mercancías. Por eso, intento comprar en la miscelánea todo lo que puedo.

antonionemi@gmail.com

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