martes, 8 de julio de 2008

Como en Suiza

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Aunque Noruega y Dinamarca tienen ingresos más altos por habitante y disputan los primeros sitios en cuanto a calidad de vida en el mundo, ni siquiera estos países nórdicos discutirían a Suiza –la Confederación Helvética— el prestigio de que goza gracias al funcionamiento eficaz de sus instituciones, al elevado margen de cumplimiento de las leyes que caracteriza a sus ciudadanos y al orden con que se desenvuelven las relaciones sociales, incluyendo un bajo índice delictivo.
Es posible que para más de una persona resulte desdeñable y hasta aburrido el “modelo suizo”, basado en dos principios: nadie debe trasponer los límites marcados por las normas comunes y todos, sin excepciones, tienen para con su comunidad obligaciones que van mucho más allá del pago de impuestos o votar en las elecciones. En efecto, es un régimen que exige mucho a las personas en lo que refiere a la vida cívica, pero a cambio ofrece las mejores condiciones posibles para el desarrollo físico e intelectual de los suizos, que tradicionalmente se dicen muy satisfechos por la manera en que viven y expresan gran cariño y confianza en su país.
Cuando todo funciona eficazmente y con puntualidad, cuando la probabilidad de que le roben a uno o le defrauden se hace remota y, aún si eso ocurriera, uno tiene la certeza de que los responsables de esas faltas serán perseguidos y muy posiblemente sufrirán consecuencias, cuando los servicios públicos rivalizan en calidad con los servicios privados, cuando el interés general realmente se antepone a los propósitos individuales –empezando por un trato amable para el medio ambiente—, cuando la función pública y el poder político no derivan en provecho personal, cuando la maximización de las ganancias no ocurre a costa del empobrecimiento de muchos, cuando la gente evita extralimitarse en el uso de sus derechos y prerrogativas si ello afecta a terceros, es imposible que un país marche mal.
Quizá alguien piense que se trata de la gran utopía, imposible de concretarse en los hechos. Pero de vez en vez hay esperanzas que animan y renuevan el optimismo, que no la ingenuidad. Y a uno se le renueva la ilusión de que ello sea posible en todas partes, empezando por México. Y esa esperanza surge de donde menos las espera uno, por ejemplo de una multinacional que distribuye masivamente productos de consumo.
Resulta que por prescripción de la nutrióloga y con autorización del médico, durante meses he consumido un complemento alimenticio sabor chocolate cuyos beneficios están fuera de duda; además de sabrosa, la bebida realmente cumple lo que ofrecen sus promocionales. Pero la última lata me causó malestares que, “aferrado” como dicen los jóvenes, preferí atribuir a otras causas antes que abandonar la panacea que me ha permitido reducir parte de mi sobrepeso.
Al cuarto día me vi obligado a aceptar que la creciente irritación intestinal tenía por lo menos algún vínculo con la bebida de marras y, decidí llamar a la línea telefónica gratuita de asesoría que aparece en la etiqueta. La decisión de llamar no fue fácil ni sencilla porque inmediatamente recordé las ocasiones anteriores en que hice llamadas similares sin ningún éxito (por ejemplo, cuando todos en casa contrajimos diarrea gracias a unas barras de arroz inflado con nombre extranjero, o cuando inexplicablemente un laboratorio descontinuó y sacó del mercado un producto altamente demandado y útil o la ocasión que tardé 45 minutos para descubrir el secreto para la activación telefónica de una tarjeta de crédito).
Una vez que me decidí y marqué, me respondió inmediatamente desde una central telefónica en el Valle de México, una señorita amable que resultó ser más que una operadora entrenada en dejar contentos a los que llaman; me hizo una serie de preguntas precisas y tomó algunos datos, incluyendo el lote de fabricación del complemento al que yo atribuía mis molestias; respondió puntual, clara e informada cada uno de mis cuestionamientos y cuando no pudo resolver alguna de mis muchas dudas, tomó algunos segundos para consultar a alguno de sus superiores. Quizá la única dificultad durante la conversación fue deletrearle mi nombre.
La señorita me dio una explicación clara y fundada respecto de por qué era poco probable que su producto causara mis molestias y me describió el proceso de control de calidad a que es sometido durante y después de su fabricación; me sugirió algunas medidas profilácticas (que funcionaron) y me pidió que tuviera listo el bote para que al día siguiente un mensajero lo recogiera, con el propósito de someterlo a análisis rigurosos.
Contra mis pronósticos, la mañana siguiente la camioneta de una empresa de envíos estaba en la casa, recogiendo la muestra y entregándome sin costo un repuesto, por cierto un poco más que el que se llevaron. Desde entonces, me han llamado dos veces para preguntarme cómo me siento y para mantenerme informado de lo que ocurre con la muestra.
No podría quejarme, aunque quisiera, ni de la empresa ni del producto. Me hicieron sentir atendido, pero sobre todo, respetado. Por una ocasión recibí de un gigante transnacional trato de persona, algo que para los suizos es común. Ellos no concebirían su vida de otro modo y tampoco permitirían que se les tratara como silenciosas máquinas de comprar.
La experiencia me entusiasma y me frustra, me frustra porque no encuentro la forma para que el resto de las cosas funcione igual en México. Si lo lográramos sería como en Suiza… o casi.
antonionemi@gmail.com

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