lunes, 22 de septiembre de 2008

La Solución

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Las granadas que detonaron en Morelia cobraron ya su octava víctima fatal: un adolescente de 13 años, que luchó por su vida durante 5 días y sus noches, pero no pudo superar las secuelas del estallamiento de vísceras y dos paros cardiacos. Otros 3 de los aproximadamente 90 heridos permanecen aún en estado crítico. Las pérdidas humanas reflejan la faceta más visible de esta frustrante crisis de seguridad nacional, pero sería erróneo limitar el análisis a los hechos notorios y omitir otras consecuencias igual de funestas, aunque menos evidentes.
Desde el 15 de septiembre quedó en claro que la delincuencia organizada le tomó la palabra al Gobierno Federal y que también “se encuentra en guerra”, con todas las implicaciones que eso lleva. Además de brazos y piernas desmembrados, esa noche también voló por los aires michoacanos el absurdo argumento que nos recetaron tal jaculatoria durante los últimos dos años, tratando de convencernos de que no había de qué preocuparse, que se estaban matando “entre ellos” y que estos “ajustes de cuentas” no afectaban a la población civil.
El clima de psicosis que mantiene a la población en el desánimo, a veces en la desesperanza, dispone ahora –gracias a dos pequeños explosivos de fragmentación— de elementos objetivos para arraigar el terror en nuestra vida cotidiana, como si nos faltaran complicaciones y como si el país no enfrentara, de por sí, descomunales e históricos retos en materia de desigualdad y pobreza, calidad educativa, infraestructura, degradación ambiental, improductividad y, faltaba más, enormes peligros en materia de economía y finanzas.
La búsqueda de culpas y culpables y la reiterada pregunta respecto de cómo logramos –la Nación toda— llegar a este abismo de criminalidad, acercan siempre a una primera conclusión, elemental pero irrefutable: cada vez estamos peor, muy a pesar de los cientos de anuncios oficiales y los golpes tan promocionados a la delincuencia (detenciones, decomisos, desarticulaciones, liberaciones, etc.). Incluso hay quien atribuye el crecimiento exponencial de la violencia, precisamente, a la lucha de los mafiosos por mantener activas sus células delincuenciales.
Por otro lado, es obvio que nadie dispone de una solución mágica ni instantánea, que cualquier medida, chica o grande, tendrá costos para toda la sociedad (aunque desde luego, más costos para unos que para otros, como suele ocurrir) y que, tratándose de una auténtica competencia, los delincuentes –que no están nada mancos— no se dejarán vencer así como así, que harán lo posible por crecer sus redes criminales y, como lo ha dicho Felipe Calderón, seguirán intentando sustituir al Estado.
Aunque son lo mejor que tenemos por ahora como parte de una respuesta al binomio delincuencia-violencia, los compromisos asumidos por distintos actores, principalmente autoridades, en el seno del ‘Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad’, han sido cuestionados por repetitivos, en algunos casos por superficiales y porque algunos de ellos dan la sensación de ser meras ocurrencias para cubrir el expediente, por ejemplo el número 25, maravilloso: “Ejercicio de recursos públicos en los Programas de Seguridad Pública”, como si el deber de gastar los presupuestos del erario fuera una aportación novedosa e imaginativa para enfrentar esta crisis, o la formulación de una estrategia contra el lavado de dinero, cuando hace al menos una década que existen normas, instituciones y convenios internacionales para combatirlo o bien la oferta de “garantizar la cobertura” de los teléfonos para denuncia pública. Más de lo mismo.
Habría que empezar por entrarle a fondo al tema de la procuración y la impartición de justicia. Si 95 de cada 100 delincuentes no tienen castigo por sus actos, es obvio que colocarse del lado de los malos es mucho más productivo que cumplir con la ley. Hay que combatir la opresiva y enorme corrupción de fiscales y jueces, pero también proteger a los que son honestos y a sus familias del terror, de la amenaza constante y el chantaje que se ciernen sobre ellos. Hacer eficaz al sistema judicial requiere actualizar las leyes, simplificar los procedimientos, clarificar los principios, reducir en mucho la demora de los tardíos juicios y, desde luego, minimizar la discrecionalidad en la interpretación y la aplicación de las normas. Yo no creo en la federalización de los códigos (un ladrillo más en el muro del centralismo exacerbado) pero sí en su urgente puesta al día.
El sistema carcelario hace agua por muchos lados. No rehabilita a los reos, con frecuencia los pone en libertad antes del tiempo debido, presumiéndose corruptelas en muchos casos. Las prisiones son escuelas de crimen y vuelven rudos a quienes han de luchar por su vida y su dignidad dentro de ellas. Y para colmo, la mayoría de los presos suelen ser pobres, es decir, sin recursos para una buena defensa o, incluso, para comprar su libertad. Por cierto, si sólo el 5% de los culpables están presos, ¿dónde meteríamos al resto si el sistema funcionara?
La política de promoción y protección de los derechos humanos ha logrado algunos avances en la defensa de los victimarios, pero no de las víctimas. Los procedimientos ministeriales, la falta de compensaciones y la incomprensión son un segundo martirio, un doble agravio para los ofendidos y sus familias.
La policía tiene que ser respetada y obedecida y eso implica que la integren personas respetables y con autoridad (no sólo legal, también la que deviene del profesionalismo, de la eficacia y, por supuesto, del ejemplo). Por ello, un policía debe ganar lo mismo que un médico o un ingeniero, tener garantizado el futuro de su familia y gozar de la gratitud y el aprecio de la sociedad a la que sirve, además de contar con las herramientas adecuadas para hacer su trabajo. La idea de una única policía nacional es absurda por poco viable y peligrosa.
En el fondo de todo está el cumplimiento a la ley: lograr que todos obedezcamos las normas (aún las mínimas, como no tirar basura y respetar el sueño del vecino) complicará la vida a los delincuentes y obligará a los gobernantes a ser mejores en todos sentidos. Esta es la parte más difícil porque implica la renuncia a muchas aparentes comodidades (las que surgen de hacer lo que se plazca, sin consecuencias) y auténtica disciplina cívica, una gran carencia del México actual. El respeto a los demás es la clave –lo será siempre: antes y después de la frase juarista— de la buena convivencia.
Venturosamente no todo el panorama parece oscuro e incierto: Monte Alejandro Rubido García es un funcionario de carrera, sensible y comprometido con su chamba. La suya, como Secretario Ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad Pública, es una buena designación, al margen de consideraciones políticas y partidistas (¡aleluya!). Que sea para bien, que sea parte de la solución.

antonionemi@gmail.com

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