Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
1] El 28 de agosto, fiesta de San Agustín, coincide con el apogeo del verano y es cuando abundan frutas, verduras y semillas de la mejor calidad en los mercados, particularmente los de Puebla, cuyos cultivos tienen un sabor y una apariencia inigualables. Por eso, la fecha marca la temporada de los famosos chiles en nogada, convertidos en uno de los platillos más emblemáticos de la cocina mexicana, cuya creación se atribuye a las monjas del Convento de Santa Mónica en honor de Iturbide, primer emperador de México.
Cada año, nuestros amigos Cristi Alba y José Suero nos permiten participar del producto final de una maravillosa tradición familiar que implica la preparación de este guiso de acuerdo con la más pura tradición gastronómica. Todos los ingredientes son finamente picados a mano (de ninguna manera molidos o licuados), tarea que ocupa por lo menos dos o tres días a todos los miembros de la familia, un gran motivo para que niños, jóvenes y adultos permanezcan reunidos durante horas, charlen y participen de esta auténtica fiesta en la que la comida no es mas que excusa para una convivencia de gran calidad.
Los chiles poblanos han de ser de los “de tiempo”, legítimos de San Martín Texmelucan, cuidadosamente desvenados y liberados de su cubierta exterior; duraznos de Huejotzingo y manzanas de Zacatlán que por ningún motivo han de remojarse para que no pierdan su textura, lo que obliga a guisarlas inmediatamente, a fin de que no se oxiden y obscurezcan. En la salsa, no se vale substituir el queso de cabra con crema y menos la nuez de Calpan con almendras u otros placebos y, por cierto, el gran secreto está en la titánica tarea de pelarlas a mano, una por una, desprendiéndoles la piel que las amarga y les cambia el color. Los dientes de granada deberán ser legítimos de Tehuacán, para lograr con su rojo intenso y las hojas verdes de perejil, reproducir fielmente los colores de la bandera.
Por buenos que sean los chiles preparados “a la moderna” con recetas simplificadas, no se parecen en nada a estos hechos al estilo original, óptimos para preservar una buena tradición pero, sobre todo, inigualables para prodigar hospitalidad y, mejor aún, para hacer de la armonía el signo de la familia.
2] A los baños “públicos” del Acuario de Veracruz les colocaron en la puerta unos enormes rehiletes de acero similares a los que se usan en los grandes estadios para controlar el flujo de personas que entran a ellos, aunque en este caso se trata de cobrar por la entrada, independientemente de la urgencia del caso, de la edad o el sexo del usuario o de que uno necesite la vía uno o la vía dos (es decir, micciones o defecaciones). Los señores cobran ¡5 pesos!, que obviamente superan con mucho el principio de una razonable cuota de mantenimiento y, equivalentes al 9% de un salario mínimo, constituyen un clarísimo abuso. De por sí los precios de entrada a las exposiciones acuáticas y al museo de cera anexo son impagables para el 70% de las familias, lo que hace a uno preguntarse si realmente se conserva el sentido educativo de una instalación que, a fin de cuentas, fue construida con dinero de todos los veracruzanos y que se supone para el disfrute colectivo.
Algo similar ocurre con algunas terminales de autobuses que cobran por el acceso a sus “baños de primera” y mantienen sus “baños de segunda” (que se suponen gratuitos) en condiciones tan repulsivas que se hace imposible utilizarlos, aunque por cierto, los de “primera” tampoco son un dechado de higiene.
Y qué decir de las plazas y centros comerciales que cobran por los espacios de estacionamiento. El hecho de que se haya convertido en una práctica generalizada no significa que debamos aceptarla y menos aún, que las autoridades responsables sean omisas. Los sitios de acceso público (precisamente como las plazas comerciales) deberían contar con SUFICIENTES plazas de aparcamiento gratuitas o, si acaso, con un precio realmente limitado a los costos de seguro y conservación de las instalaciones.
3] Estoy convencido de que los servidores públicos deben ganar buenos salarios, sin que rayen en el exceso (como aquel alcalde panista de Tultitlán que se asignó un salario de alrededor de 400 mil pesos mensuales), pero que les permitan ahorrar e incluso, generar un pequeño patrimonio. No hay otra forma de que los mejores cuadros, los más aptos y entrenados, los de mayores capacidades, los más honorables y realmente comprometidos con el interés público se incorporen a tareas de gran responsabilidad en todos los niveles de gobierno.
Aunque no es garantía de nada, un buen salario en el servicio público favorece que los empleados se dediquen a trabajar con interés y convicción y, eventualmente, disminuye las tentaciones por el dinero mal habido. Agentes de tránsito meritorios (es decir, sin sueldo, habilitados con uniforme y block de infracciones para obtener sus propias “gratificaciones”), policías con salarios de tres mis pesos mensuales o menos, maestros obligados a cubrir dos y hasta tres plazas docentes para poder subsistir y médicos que ganan en una cirugía particular el salario de dos quincenas en el hospital comunitario, son la antítesis de un servicio público de calidad.
Obviamente que los salarios deben ir en proporción con el tamaño de la responsabilidad de quien los gana pero también –y esto sería especialmente importante— con la calidad de su desempeño, medida imparcialmente mediante reglas claras y objetivas. Es aquí donde debieran entrar los premios y estímulos previstos por las leyes para la productividad y la innovación, pero que nadie lleva a la práctica en México.
Igual reconozco que los gobiernos de países pobres como el nuestro no debieran pagar salarios de ricos a sus empleados; entiendo también que, en condiciones de penuria, los salarios voluminosos de la alta burocracia agravien a la gente de a pie. En esta dura crisis, parece tiempo de apretarse el cinturón.
antonionemi@gmail.com
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