lunes, 13 de octubre de 2008

Pesares

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Recuerdo nítidamente a Mario Ramón Beteta con unos lentes cuya armazón cuadrada de pasta me parecía enorme y desproporcionada, anunciando por televisión que el Banco de México “dejaba de fijar el tipo de cambio del peso respecto del dólar para permitir que éste se ajustara al mercado”. No era más que un eufemismo del entonces Secretario de Hacienda para referirse a la primera devaluación, luego de 22 años de estabilidad monetaria. Fue la tarde anterior al último informe presidencial de Luis Echeverría y yo estaba por empezar el tercer año de secundaria.
A la distancia, leo a varios analistas e historiadores que, además de las presiones externas y la debilidad estructural de la economía mexicana, atribuyeron esa devaluación “al dispendio, al grave desorden administrativo, la corrupción, la demagogia y a la ligereza” de aquel Gobierno cuyo titular, célebre por sus ocurrencias, asestó un irresponsable harakiri a su mismo aparato financiero, afirmando que “la política hacendaria se [manejaba] desde Los Pinos”, lo que más pronto que tarde repercutió en los mercados financieros.
Sin embargo, lo que más me marcó de aquélla turbulencia financiera, la primera que me tocó vivir, fue una charla de sobremesa en la casa de mis tíos, una tarde en la que salieron a relucir las preocupaciones por el incremento desproporcionado en los precios, la escasez de algunos productos de consumo básico (era la época de los famosos acaparadores que lograban hacerse millonarios almacenando por unas semanas un cargamento de azúcar, trigo u otras mercancías, que subían de precio en forma desproporcionada y continua) y –ya desde entonces— la impericia de las autoridades fiscales para dar respuesta eficaz y pronta a los problemas puntuales de la gente. No me es difícil evocar la sensación de inquietud de las señoras, indignadas por la carencia de pasta dental y que preguntaban insistentes cuándo volverían las cosas a la normalidad, suponiendo que se trataba de un asunto temporal, “de coyuntura” dirían hoy. Probablemente existan, pero aún no encuentro al menos a un economista serio que interprete aquellos sucesos con una visión proclive o, siquiera tolerante respecto del desempeño gubernamental como causante y gestor de la devaluación de 1976.
Después de esa traumática experiencia “setentera”, a mi generación le tocó protagonizar –de manera brevísima— el jolgorio de elevado gasto público que representó la “administración de la abundancia” del presidente López Portillo, gracias a los voluminosos excedentes petroleros que se gastaron con fruición, e inmediatamente después, una nueva y más profunda crisis que derivó en una salvaje fuga de capitales, otra vez control de cambios y la fallida y revertidísima “nacionalización bancaria”. No pasó mucho tiempo antes de la hiperinflación que intentó capotear Miguel De La Madrid, que significó depreciaciones demenciales del peso mexicano y tasas de interés bancario del 100% o más.
Dicen los que saben que el tristemente célebre “Error de Diciembre de 1994” costó su carrera política y su prestigio de economista egresado de Yale al recién estrenado Secretario de Hacienda Jaime Serra Puche, pero a los mexicanos un poco más: se estima en, al menos, 500 mil millones de pesos a valor histórico, el monto de los recursos que se pulverizaron de la noche a la mañana debido a la pésima gestión de una crisis financiera (heredada, justifican los simpatizantes del Presidente Zedillo) que evidentemente pudo tener mejor destino y no la devaluación del peso en más del 50% durante apenas una semana. FOBAPROA, “Efecto Tequila” –repercusión mundial de la crisis mexicana— y otras lindezas no fueron más que reflejo de las fallas estructurales de nuestra economía, incluyendo los favores, concesiones y privatizaciones de empresas públicas que sus nuevos propietarios acabaron quebrando y, no sobra repetirlo, a que los flamantes tecnócratas que se hicieron cargo le “quitaron los alfileres que la sostenían”.
Después, Ernesto Zedillo se puso a dar lecciones de cómo dirigir la economía global, hasta que recibió un “estatequieto” de quienes pudieron observar los costos de su plan de rescate (empobrecimiento generalizado y pérdida de calidad de vida, cientos de miles de deudores que perdieron su patrimonio, empresas impunemente saqueadas y, faltaba más, banqueros resarcidos con dinero de los contribuyentes que, por supuesto, mantuvieron incólume y hasta crecido su patrimonio personal). No obstante, hay que decir que a este flamante consultor del Banco Mundial (recién contratado para hacer recomendaciones sobre la modernización de esa institución financiera) se le atribuye por tirios y troyanos la paternidad de las medidas que dieron a México su estabilidad macroeconómica de los últimos diez años.
Después de tres décadas de crisis sucesivas, de reiteradas promesas de “pax economicus” y anuncios rebosantes de optimismo, finalmente nos suponíamos salvados y creíamos que los pesares eran cosa del pasado, no sin argumentos razonables para suponer que la economía mexicana era fuerte y estaba “blindada” para resistir embates mayores: 84 mil 116 millones de dólares de reservas en poder del Banco de México (al 3 de octubre pasado), una deuda externa reducida en alrededor de 27 %, la deuda pública interna en unos manejables dos billones de pesos, tasas pequeñas pero estables de crecimiento de la economía nacional (4.8 % en 2006 y 3.2% en 2007) y el PIB per cápita más alto de América Latina (8,340 dólares en 2007). Todo ello permitía pensar que las crisis devaluatorias eran cosa del pasado.
Pero uno propone… y el mercado dispone.
La economía mundial ha “propiciado una pérdida de confianza” en el peso mexicano que significó una nueva devaluación de nuestra moneda, hasta ahora, del 17% en apenas 3 días. El asunto se torna crítico porque el Banco de México ha tenido que subastar el 10.6% de sus reservas, 8 mil 900 millones de dólares, sin lograr que el peso regrese a su valor inicial. Nada halagüeño si esto se suma a la caída del mercado bursátil (33% en un año), al hundimiento de los precios del petróleo a su nivel más bajo desde 1993 y a la amenaza latente de una recesión generalizada y profunda en el mundo.
En condiciones de bonanza internacional, una devaluación como esta abarata los precios de bienes y servicios, convierte en “más competitivo” a un país y favorece su crecimiento económico. Pero desde luego no es el caso: la tendencia es que México venderá muchos menos productos y servicios al exterior, recibiendo menos ingresos, incluso por el petróleo (que representa el 40% del gasto público) y, en cambio, deberá cumplir puntualmente sus compromisos internacionales pactados en dólares. Por otro lado, la devaluación es necesariamente inflacionaria en una economía como la nuestra, prácticamente indexada al dólar; subirá aún más el costo de la vida. No parece que sea una breve “coyuntura” y menos un catarro; nos resta rezar para que no se nos convierta en pulmonía. Ojalá que, en esta ocasión, las autoridades responsables estén a la altura del reto y no compliquen aún más las cosas. Podrían empezar por declaraciones más creíbles.
Optimista contumaz, he pensado que mis hijos pueden vivir en un país mejor que el que me tocó. Hoy me pregunto si, al igual que mi generación, deberán acostumbrarse a los pesares económicos y asumirlos como algo normal en sus vidas. Quiera Dios –y el mercado— que no.

antonionemi@gmail.com

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