martes, 23 de diciembre de 2008

Agresiones

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Suponiendo que algún lector paciente y tolerante me regalará unos minutos para ojear estas líneas, el calendario y la lógica me sugieren que las dedique yo a recuperar un poco de los mensajes universales que ofrece la fiesta de Navidad y que, sin embargo, la falta de tiempo para las urgentísimas compras de época y la preparación del relleno del pavo, provocan que se posterguen e incluso, se olviden.
Sorprendería conocer el número de personas que identifican la noche del 24 de diciembre con regalos y jolgorio y que desconocen al festejado y las razones de su fiesta.
Sobre este asunto hay mucha tela de la que cortar –quizá para vestir a una manada de elefantes— y la oportunidad de aparecer espiritual y reflexivo, escribiendo sobre cosas relativamente agradables, aunque posiblemente repetitivas y cursis, se presentará de nueva cuenta hasta dentro de un año, por lo que cuesta trabajo apartarse de la decembrina tentación de usar al niño Jesús y a su pesebre como argumentos para un mensaje espiritual y motivador. Sin embargo, la compulsión por narrar tres estampas de mi faceta automovilística es mayor que mi deseo de aparecer como predicador “quedabien” y supongo que, en cierta manera, serán de mejor provecho que una filípica moralista.
Confieso sin rubores que entre las muchísimas cosas que Natura me negó –literalmente, para no transferir mi reproche a las más altas esferas— está la de conducir vehículos. Y no es que me disguste manejar o que no pueda hacerlo, sino que mi temperamento y la enorme facilidad con que suelo distraerme me obligan a desplegar un esfuerzo adicional para mantener la atención cuando estoy frente al volante, en beneficio mío, de quienes me acompañan y de quienes han de cruzarse conmigo, como peatones y a bordo de otros vehículos.
Por ejemplo, recuerdo bien cuando Talina Fernández, esposa de mi admirado y estimado jefe Alejandro Carrillo Castro me amenazó con bajarse del coche si no dejaba yo de voltear para conversar con ellos y mantenía la vista en la carretera. Por eso y para hacer cosas que me parecen más útiles, siempre que puedo evito ponerme frente al volante.
Cuando tengo que manejar porque no hay más remedio, al mismo tiempo que acciono el interruptor de encendido, hago el firme propósito actuar “sólo por hoy” como el conductor más educado del mundo, concediendo a todos, pero especialmente a los taxistas y choferes de camiones, dosis de tolerancia infinita y una cortesía que, según mi papá, podrán convertirse en generalizada y contagiosa (¿?). Pero –y esta es la segunda y más dolorosa confesión de hoy— me acuso de haber fallado en el intento e incumplido mis intenciones, por lo menos tres veces en los últimos quince días. Este es el recuento de las historias, de menos a más, es decir, dejando para el final la más patética de todas, de la que aún no me repongo. Espero que ponerlas por escrito produzca una catarsis suficiente como para ahorrarme los honorarios del psicoanalista.
Hace un par de semanas mi esposa y yo regresamos de Coatepec poco después de la media noche, luego de cenar con algunos matrimonios amigos. A la entrada de Xalapa cometí la osadía de tocar la bocina del coche para avisar al conductor de un coche que estaba a punto de chocar con nosotros al cruzarse al carril que ocupábamos; si bien el joven chofer se sorprendió y dio un “volantazo” hacia el otro lado para evitar el impacto, reaccionó con una ira propia de mejores causas y entonces pudimos disfrutar de un improvisado concierto gratuito de improperios sonorizados, señas no precisamente afectivas y linduras obscenas para las que se alternan en sincronía las flexiones de uno, tres o cinco dedos de la mano, el codo y el puño, que amablemente nos fueron acompañando por un par de kilómetros hasta que decidí (cediendo también a la presión de mi esposa) que un par de jóvenes imberbes, muy probablemente intoxicados –el conductor y su acompañante— no iban a arruinarme la noche y, seguramente, a convertir en problema mayor una provocación a la que uno podía responder o no. Lo interesante era, y sigue siendo, la energía y la persistencia que los muchachos dedicaron a perseguirnos al sentirse afectados por un incidente que ellos provocaron. Mientras escribo esto, vuelvo a enojarme.
Ir a Las Vigas, específicamente al famoso “Ciclo Verde” para cortar el pino navideño cultivado se ha convertido en una tradición familiar que amerita mejor crónica. Esta vez sólo comento que en pleno domingo al medio día, con cientos de visitantes recorriendo los bosques replantados y decenas de vehículos intentando entrar y salir del rancho silvícola por el único acceso previsto para esa función, uno de los visitantes tomó la decisión de detener su coche precisamente en el crucero en el que confluyen el camino de acceso, la entrada al estacionamiento y la transitadísima carretera federal. Dejó a su familia dentro del coche, apagó el motor y camino hacia las oficinas del rancho, provocando un caos a decenas de automovilistas que en segundos nos vimos envueltos en un nudo que muy pronto se extendió hasta la misma carretera, con enorme peligro para los ocupantes de los coches detenidos en la pista.
El hombre estaba furibundo y poco le importaron las tímidas protestas de quienes pacientemente hubieron de esperar a que retornara, no menos de tres o cinco interminables minutos. Volvió, faltaba más, mentando madres a gritos y advirtiendo también a gritos que, si quería, no movería su coche convertido en muro infranqueable. Pienso que probablemente olvidó que todos, incluido él, estábamos de paseo. Quizá no encontró un árbol a su gusto o simplemente descargó en los demás la ira acumulada durante la semana anterior.
Pero el acabose ocurrió con una señora de unos 50 o 55 años conduciendo un sedán a la que poco le importó circular en sentido contrario por una estrecha calle de un solo carril, que no sólo no se movió ni hizo el menor intento de retroceder cuando nos topamos de frente, sino que apagó el motor de su coche y tomó el teléfono para ponerse a conversar. Lo sorprendente es que en la parte de atrás viajaban dos niñas pequeñas de no más de diez años de edad, probablemente sus nietas, a las que la virulenta chafireta pudo exponer a una agresión proporcional a la cometida por ella pero que, más gravemente, aprendieron de la señora este ejemplo de absoluta descortesía, ignorancia supina de las normas de tránsito y de profundo desprecio por los derechos de los demás. Aunque me costó trabajo tuve que ceder y volverme en reversa, pensando que la señora me ganó, impuso su voluntad y se salió con la suya. Posiblemente las niñas harán lo mismo cuando les llegue el momento, total aquí rige ya la ley de la selva, por lo menos para la abuela.
Pregunta: ¿son las deudas, las penurias, los desamores, las incertidumbres y la crisis explicación suficiente para estas agresiones? A fin de cuentas, las cosas que frustran y producen violencia radican siempre en el interior de cada quien, son asuntos de individuos. Lo que me queda claro es que estas no son las prácticas ni los automovilistas que corresponden a un país civilizado y con calidad de vida como el que todos los mexicanos merecemos; me pesa también, que aún habiendo conductores amables, responsables y pacientes, estas agresiones aumenten día con día, en número y en intensidad. Y es que las frustraciones y la violencia se reproducen no sólo en los coches y en las calles. También entiendo que, para cambiar esto, es poco lo que los gobiernos pueden hacer sin el concurso de la gente.
Pero ni aún esas tres experiencias desafortunadas me privan de la emoción que me producen las fiestas de Navidad y que deseo también para usted. Muchas felicidades; literalmente. De nuevo literalmente: salud, dinero, amor y una crisis leve, sin enojos ni berrinches.

antonionemi@gmail.com

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