jueves, 19 de noviembre de 2009

Divagaciones sobre la confianza a la medida

Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

Nunca dejará de analizarse y discutirse el papel de los medios de comunicación en la sociedad, sus obligaciones legales, sus deberes ciudadanos, sus aportaciones a la civilidad, sus tan obligados como ambiguos principios éticos. Los medios aparecen y se desarrollan regidos lo mismo por la vocación indeclinable de informar, debatir, reflexionar y entretener a partir de la responsabilidad y el talento, que por máximas y frases que describen y delimitan sus funciones, atribuciones y objetivos. “Perro no come perro”, dice una de esas máximas tan irrebatibles como involuntariamente ofensivas. “Este medio no se vende…. Su director sí” es otra de las afirmaciones que con cinismo y picardía reflejan los criterios de información de quienes la utilizan. “Tú dame el nombre, yo pongo el infundio”, frase que mueve lo mismo a sorpresa que a indignación, a risa y a lamento, pero sobre todo a reserva, porque ya sabemos de los que son capaces los que así hablan, sobre todo debidamente cebados y adiestrados.
Por otra parte, es gratificante encontrar voces, letras y viñetas de periodistas que dignifican con su trabajo ese título: periodista. El que persigue y observa los hechos y a sus protagonistas, el que los describe, interpreta, disecciona, caricaturiza. El que enriquece el panorama con enfoques originales, novedosos, brillantes. El que investiga, descubre y muestra puertas dónde uno solo alcanza a ver ventanas. El crítico, el puntual, el irónico, el lúcido, el mordaz, el culto, el especialista, el ingenioso, el festivo. El estilo determina una visión, una perspectiva, un gusto, y la única condición indispensable no es la objetividad, elemento neutro que vuelve los hechos incoloros, inodoros e insípidos, sino la credibilidad, la confianza que despierte en nosotros el reportero, el articulista, el entrevistador, el caricaturista. Y la credibilidad que hace confiable a un periodista nace de su capacidad, de su talento, de su experiencia, de su agudeza, nunca de la complacencia ni de la subordinación. Por eso es que no se hacen periodistas de la noche a la mañana, por eso no hay reporteros de generación espontánea. Aunque lo ordene el patrón, el director de un medio o su propietario.
Esta última especie se cocina aparte. Hay empresarios en los medios, verdaderos inversionistas, que entienden y asumen su papel como producto de una vocación y cimiento de un negocio con límites difusos. Promueven y defienden una forma de hacer las cosas que no siempre avanza en línea recta, pero invariablemente abona la congruencia, la confianza, el respeto. En estos casos, la relación entre empresario y reporteros no implica sumisión ni obediencia ciega, sino tolerancia, respeto y mesura recíprocas. Hay identificación, no complicidad ni sumisión. Por otra parte, un salario hace a quien lo paga jefe y a quien lo devenga empleado, términos que con frecuencia se confunden para hacer de quien lo cobra un sirviente y a quien lo otorga un patrón, término e veces despectivo que no honra a quien lo exige y en esos casos humilla a quien lo utiliza. Este tipo de directivos matizan los hechos a favor de quien le hace o facilita favores, y en contra de quienes le sean antipáticos o contrarios, independientes o libres de su influencia. Diluyen y mezclan la noticia de interés general con la información utilizada en beneficio particular. También sucede que los dueños o responsables de los medios se pierden en la maraña informativa y llegan a creer que la noticia son ellos y no los hechos que deberían ser descritos y analizados. Otros buscan ser oráculos políticos y consejeros del príncipe, en lugar de asumir sus funciones empresariales y periodísticas en beneficio de la ciudadanía, de la sociedad. En casos así es obvio que, sin los medios, no serían nada quienes manipulan y pervierten la labor informativa en abono a su currículum y su cuenta bancaria.
Del otro lado, cada principio tiene su correspondencia. Los gobernantes pueden ver en los medios un aliado, en ocasiones buscar un cómplice, pocas veces aceptar un interlocutor, cada vez con mayor frecuencia tener un reflejo, casi nunca reconocer o entender un crítico. El asunto llega a ser cosa personal. Son legendarias ya las relaciones entre el poder y los medios, son casi míticos hechos, fechas, nombres, revistas, programas y periódicos hundidos, surgidos o sobrevivientes de la pugna entre poderosos y periodistas, de poder a poder. Para evitar el conflicto, para encontrar beneficios, ¿deben los medios rehuir cuestionamientos? ¿Son compatibles la dependencia económica y la independencia editorial? ¿Se debe escribir, hablar, publicar, solo lo que dice el que paga, o lo que dice el que paga que dijo?
De vez en vez, a veces solo cada 6 años, en ocasiones en vísperas electorales, en últimas fechas ante hechos repetidos, cotidianos, resurgen preguntas parecidas ante casos similares: ¿Pueden los medios construir realidades alternas? ¿Pueden ser simples reproductores de los dichos de los gobernantes, sin el menor cuestionamiento, sin el mínimo asomo de crítica, de duda? ¿Pueden los medios prestarse a estrategias de promoción que matizan la realidad, que nulifican o desaparecen protagonistas incómodos, que simplifican los hechos, que personalizan y monopolizan los dichos? ¿Deben los medios aceptar ser utilizados en estrategias de promoción de imagen institucional, personal, política o electoral? ¿Deben cerrar los ojos, voltear hacia otro lado, hablar de otras cosas, cuando hay temas que entorpecen las intenciones de los gobernantes? ¿Qué tanto cambia la percepción del que lee o escucha una notica el sentido y matiz de la misma, el perfil y autoridad del declarante? ¿Puede una sola fuente cubrir todos los temas, hablar de todas las cosas, saber todas las respuestas? En la relación entre medios y gobernantes, ¿alguno de los dos piensa en la sociedad, alguno de los dos llega a pensar que los ciudadanos piensan, que los ciudadanos no creen todo lo que oyen y no oyen a los que nunca se equivocan? Es solo cosa de estadística: No puede ser que siempre, pero siempre siempre, una sola persona tenga toda la razón. Pero eso no obsta cuando el objetivo es más importante que la forma de obtenerlo.
No soy especialista en el tema. Observo y leo porque es una saludable y lúdica costumbre inculcada desde que era yo un niño que todos los días, antes de ir a comer, corría al estanquillo por el periódico, un chamaco que esperaba con ansias el domingo para entrar a la hoy desaparecida papelería “Flores” de la mano de mi padre, a sentir y oler el papel, a hojear periódicos y revistas, a descubrir libros, figuras, nombres y argumentos, para después dedicarme el resto de la tarde a la lectura tirado en el piso de la sala. De ahí nace mi gusto y pasión por la comunicación. De ahí una vocación interrumpida en contra de mi voluntad por extravíos del destino, y también por otra vocación, azarosa, en este caso impredecible y hoy en estado latente, como es la política. De ahí, del encuentro de esas dos vocaciones inacabadas, surgen estas dudas. Y, como todas las dudas, no tienen respuesta. O, sí la tiene, no es publicable.

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