lunes, 7 de diciembre de 2009

Rufina

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas


“Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas
ahogarían al mundo, porque motivo para
el llanto son todos los días.”
Elena Garro


Hay muchas cosas que Rufina no sabe. Es inútil preguntarle el origen de su nombre, no tiene idea; tampoco las razones por las que lo escogieron para ella. Rufina es un nombre poco usual pero no tan extraño como “Meconia”, el de su compañera de esquina, nombre que pudo tocarle a ella en [mala] suerte. Tampoco es que le importe mucho. En realidad su apelativo es una de las muchas cosas que nunca serán relevantes. Desde chamaca sus prioridades han estado marcadas en torno a otros derroteros, por ejemplo cuando tuvo que irse de la bodega porque Nacho, uno de los cargadores, la encerró en el cuarto de atrás, le arrancó la ropa y la desgarró por dentro.
Entre sus sueños abotagados recuerda claramente los gritos de la esposa del patrón: “¡¿Qué hiciste, piruja?!”, cuando ella misma estaba intrigada en saber por qué quedó llena de sangre, por qué la panza le ardía, por qué se sentía cochina, avergonzada, por qué la habían lastimado así. Rufina ni se enteró de que en ese momento se estaba convirtiendo en una nueva estadística: ya pertenecía al nada selecto club de mujeres –una de cada seis— que sufrirán al menos una agresión sexual en sus vidas.
Tendría once o doce años en ese momento, pero era otra de las cosas que no sabía, nadie le explicó que los ciclos de vida suelen medirse por docenas de meses. Y es que para cuando sus papases la trajeron del pueblo nomás había ido un ratito con el profe Palemón; había que cruzar todos los cerros para llegar a la escuela y luego no había bastimento y tenía que ir y venir con las tripas pegadas. Le dolía la cabeza todo el tiempo y francamente no entendía ni recordaba nada de letras ni números.
Nomás le dijeron que era lo mejor para todos, para ella y para sus hermanos. Que en la ciudad la cuidarían y la llevarían a una mejor escuela y que podría comer regularmente. Y la encargaron con la señora de la bodega. Le dijeron que vendrían a verla pero nunca vinieron, ni una vez. No supo más de ellos.
Los patrones la enseñaron a barrer el almacén y a orear los canastos de mimbre y a sacudir los costales; la enseñaron a lavar la ropa y a limpiar la casa, pero a veces no le daba tiempo de todo –porque cerraban la bodega a las seis— y la espalda le dolía mucho y luego el polvo de los costales le picaba en el pescuezo y se pasaba las noches estornude y estornude y es que el cuarto de la azotea era muy frío y le caían gotas de agua por el techo.
Cuando la señora la echó a la calle, en lugar de miedo sintió alivio: no más polvo en la garganta, no más Nacho. Tardó para darse cuenta que no tenía qué hacer ni a dónde ir, pero tampoco eso le preocupó. Ya ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero Rufina no sabe medirlo y tampoco le interesa, quizá porque contar los años no le sirva para nada.
A Rufina nadie le dijo que sacarse los chamacos es un delito y, si alguien intentara explicárselo sería difícil que entendiera; para ella la noción de lo bueno se reduce a que haya clientes, que le paguen completo, que no estén tan borrachos, que no la lastimen y que el ojete de Matías, “el que las cuida”, no le quite toda la lana; si se cumplen las cinco cosas –lo que es muy raro— su día ya es perfecto. Ella piensa que dejarse el niño dentro es algo parecido al suicidio: ¿de qué trabajará?, ¿con qué comerán ella y él?, ¿quién les dará un sitio dónde vivir?, aunque la verdad es que el significado de suicidio tampoco le queda claro.
Rufina no sabe qué es un pecado. Nadie se lo dijo. Tampoco sabe que hay instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales, partidos, analistas y activistas que se preocupan por ella, que la llevan y la traen en sus discursos, en sus conferencias, en sus artículos, que siguen la estadística de las mujeres muertas en abortos clandestinos y que en sus manifestaciones exigen –radicales— libertad para que ella decida sobre su vida y su cuerpo, para que ella y nadie más que ella pueda escoger si sigue o no con esta maravillosa y lúdica existencia suya y si se la comparte a sus “potenciales” hijos. Tampoco sabe que hay representantes populares comprometidos a garantizar la vida de sus “potenciales” abortos, encarcelándola si es necesario para que no se los saque. No sabe que hay políticos dedicados en cuerpo y alma a proteger los hijos que aún no le nacen. Rufina no sabe la [buena] suerte que tiene, de que tantas personas hablen de ella.
Rufina no sabe que ella es una ficción, como estas líneas...
antonionemi@gmail.com

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