lunes, 18 de enero de 2010

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas


“Pero Haití ya no existe. Su capital sólo es ya un inmenso
cementerio en ruinas por el que pasean sin saber hacia dónde
millones de personas convertidas en vagabundos.”

Pablo Ordaz, El País


Dos noticias marcarán la incipiente historia del 2010. No pueden ser más opuestas entre sí y, curiosamente, tan parecidas en su esencia, tan equivalentes. Por un lado la fuerza de la naturaleza que de nueva cuenta lanza su furia extrema contra un pueblo de por sí martirizado por la historia, por la geografía, por la pobreza, por las dictaduras, por la corrupción endémica, por el clima; por el otro, la soberbia de quienes han decidido desafiar al extremo las leyes de la física –y de la economía— construyendo una mole cuyo concepto escapó al propio Julio Verne: un edificio de 818 metros de altura, con 167 pisos que tiene dentro lo que “se necesite” (discotecas, gimnasios, canchas deportivas, centros comerciales, restaurantes) cuyo costo según algunas estimaciones –incluida la plaza de dos hectáreas que le rodea— frisó los 20 mil millones de dólares, unos doscientos cincuenta mil millones de pesos.
A veces me creo esa conseja popular de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, pero en casos como el de Haití acabo preguntándome si los haitianos han sido tan pérfidos, tan malditos –en esta y en decenas de vidas anteriores, por supuesto— para tener que soportar la esclavitud, la opresión y el sojuzgamiento que contribuyen a hacerles más complejo y duro el, de por sí, difícil oficio de vivir.
El terremoto del martes pasado registró una fuerza de 7.3 grados en la escala de Richter, similar a la que sentimos en Orizaba, Córdoba y San Andrés Chachicomula –Ciudad Cerdán— en 1973; sin embargo, esta vez sus efectos fueron devastadores: la escasa infraestructura su la mala calidad, el hacinamiento, las construcciones precarias, la nula capacidad de respuesta de su “sistema institucional”, acrecentaron los efectos dramáticos de ésta, considerada como una tragedia de proporciones épicas.
Hay una foto que he obtenido –sin permiso— de la página web de EL UNIVERSAL, con crédito de la agencia EFE, que revela el verdadero sentido de la catástrofe, más allá de las pérdidas materiales; un grupo de haitianos sobrevivientes del seísmo pelean por los despojos de un saqueo, después de cuatro días sin comer y muchos años con hambre. La atención de todos los fotografiados está puesta en algo que no alcanza a verse en la imagen pero que en cualquier caso es irrelevante; el centro de la fotografía lo ocupa el brazo del hombre que blande un puñal con toda la disposición para enterrarlo en quien sea, cuando sea, sin que –evidentemente— haya un destinatario específico para su furia; uno de sus compatriotas evita con eficacia que el puñal llegue a destino mientras jala por detrás la camisa del atacante y, al mismo tiempo, con su brazo inmoviliza el del cuchillero. Prácticamente nadie, además del que lo contiene, repara en el embate, de lo que varias cosas quedan claras: la violencia, la agresión pocas veces contenida y la frustración, parecen formar parte de la cultura de un pueblo para el que la línea que separa la vida de la muerte es difusa y subjetiva, irrelevante, y además, no pocas veces verá a la propia muerte como liberación, como superación de tanto dolor…
Quizá. Quizá reconstruyan (¿?) Haití. Quizá la ayuda internacional permita, de una vez por todas, un replanteamiento de su organización política y una mejora de su economía. Pero… ¿habrá quien pueda reconstruirles el alma a los haitianos que queden y borrarles las cicatrices superpuestas?
En el otro lado del mundo, en medio del desierto, donde no son extrañas temperaturas superiores a los cincuenta grados centígrados y la vida ha de hacerse a cubierto por el calor y por la agresión de la arena, con altísimo costo energético y ambiental; en donde la burbuja inmobiliaria del año pasado dejó en claro el espejismo de un mercado que perdió el 40% de su valor en apenas seis meses y un tercio de sus construcciones están de plano abandonadas, y cuya principal empresa se declaró incapaz de cubrir compromisos de aproximadamente 80 mil millones de dólares, han inaugurado la torre más alta del Mundo, con hotel y departamentos decorados por Giorgio Armani, edificio que consume casi un millón de litros de agua por día y la energía que usarían 350 mil focos de 100 watts constantemente encendidos. Como quiera que sea, la Torre Burj Khalifa de Dubai es, también, una puñalada al cielo. Soberbia pura.

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