lunes, 8 de marzo de 2010

Estadistas

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Unos 55 millones de estadounidenses carecen de seguridad social, esto excluye para ellos médico y medicinas; significa que muchos de ellos morirán no por carencia de tecnología o de fármacos suficientes o doctores que puedan prescribirlos, sino por falta de dinero para pagarlos. Y nadie duda que EUA sea la primera potencia del mundo y que en materia de investigación científica y medicina de alto nivel siga siendo vanguardia. Ante las presiones de la industria médica y las aseguradoras, el presidente Obama tuvo que achicar sus planes de una reforma sanitaria que protegiera a sus pobres; los poderosos que se atravesaron le impidieron la mayoría parlamentaria que requería.
La presidenta Argentina insiste en una conspiración de sus adversarios que le niegan las reservas del Banco Central para pagar parte de las deudas de su gobierno, mientras Inglaterra se prepara para explotar los yacimientos de hidrocarburos en las Malvinas. Colombia sufre los severos efectos del embargo comercial de facto que le ha impuesto Venezuela y que laceran en serio su economía, al tiempo que la administración de Hugo Chávez es incapaz de resolver los problemas de inseguridad y violencia urbana prácticamente generalizadas dentro de su país, por no hablar de la inestabilidad de sus petrolizadas finanzas nacionales y la escasez de energía eléctrica.
Ante la incapacidad de constituir mayoría para promoverle una moción de censura, la oposición conservadora española pide a los diputados socialistas –en el gobierno— que destituyan al Presidente Zapatero ante lo que consideran una incapacidad supina de éste para sortear los efectos de la crisis económica que le pega con todo a la Península. Las autoridades europeas amenazan a Grecia y le imponen medidas draconianas de “salvación” so pena de que pierda los privilegios a que tiene acceso si no disciplina su economía y, especialmente su hacienda pública.
Gobernar no es fácil. No lo ha sido nunca. Nadie tiene la habilidad mágica ni los recursos –siempre limitados, siempre insuficientes— para resolver todos los problemas y necesidades de todas las personas. El simple hecho de que la autoridad se vea obligada a establecer prioridades implica ya generar exclusiones y desventajas para unos que, llevadas al extremo, pueden convertirse en ofensivos privilegios para otros.
Se dice que se destapa un hoyo para tapar otro o que se cubre a unos con la cobija, la frazada pública, y se descobija a otros (aunque cierto es que existen sarapes más y menos cálidos). Mejor ejemplo es aún el de la impartición de justicia: el culpable jamás estará contento por su sentencia y no es extraño que atribuya sus pesares al juez y no los asuma, en cambio, como secuela lógica de sus actos. Hay quien explica la idea de “progreso” a partir de la insatisfacción permanente de los hombres; dicen que es la naturaleza humana, que también se expresa de manera colectiva, buscando siempre “mejores” estadios.
En el ejercicio del gobierno hay, además, otra paradoja: ni la mayor eficacia ni la mayor transparencia ni el mayor apego a la ley por parte del gobernante garantizan la plena satisfacción de los ciudadanos. La opinión pública no suele ser (ni tendría por qué serlo) consistente y apegada a una preferencia o a determinado conjunto de ideas; como todo organismo –y parece que las sociedades humanas lo son— la sociedad evoluciona y modifica sus expectativas, sus deseos, sus convicciones.
Los problemas de fondo aparecen cuando el gobernante tiene que interpretar lo que sus mandantes –los ciudadanos— desean y, más complicado aún, distinguir lo que la gente quiere respecto de lo que la sociedad necesita. Es la gran crisis de los sistemas de democracia representativa: ¿cómo definir qué es en cada caso el interés general?, ¿cómo calcular correcta y objetivamente las preferencias ciudadanas?, ¿cómo asegurar que la decisión mayoritaria implique realmente el beneficio de todos?
Ante tal complicación, muchos gobernantes, quizá la mayoría –desde jefes de Estado hasta regidores—, optan por la popularidad, actúan buscando constantemente la aprobación inmediata y los menores índices de crítica; por lo general ignoran deliberadamente las consecuencias futuras de sus actos. Por graves que sean, los daños posteriores no tendrán importancia en tanto ahora haya aplausos. Son los menos los que obran de cara al porvenir, con responsabilidad, aún a costa de su prestigio o su permanencia en el poder (y sus prerrogativas). A esos, rara avis, suele llamárseles estadistas.

antonionemi@gmail.com

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