lunes, 29 de marzo de 2010

Los Príncipes

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

Muchas y dificilísimas encomiendas recibió Nicolás Maquiavelo de la República Florentina. Hay testimonios de que, en general, las desahogó con eficiencia: negarle más tributo a Jacopo IV d’Appiano, cuyas tropas alquiladas protegían a Florencia pero evitando la ruptura con éste; convencer a Caterina Sforza de seguir aportando los soldados comandados por su hijo para combatir en nombre de Florencia; representar a la Señoría Florentina ante el rey Luis XII de Francia y su corte para mitigar los daños de un severo desencuentro que ponía en peligro la relación con los galos, entonces los únicos aliados de la República; parlamentar una y otra vez con el intrépido y despiadado hijo del Papa, su admirado César Borgia para evitar que destruyera las instituciones florentinas y la propia ciudad; negociar los intereses de Florencia ante el hostil Estado Vaticano y particularmente ante el nuevo Papa, Julio II...
Pero dos proezas por encima del resto se le reconocen a Maquiavelo: la reconquista de Pisa –un logro militar, económico y político de gran trascendencia para la República Florentina— debida en gran parte a la iniciativa y el genio de Nicolás, y el diseño, aprobación y ejecución de la ordenanza que permitió a la República contar por primera vez en mucho tiempo con su propia milicia, de escasa experiencia y menor fuerza pero mucho mayor compromiso que el de los traidores y acomodaticios mercenarios.
Más de una vez debió Maquiavelo pedir dinero prestado para concluir sus encomiendas; con frecuencia no disponía de fondos ni para el pago de los correos que trasladaban la correspondencia diplomática a sus jefes. En cierta ocasión estuvo a un tris de vender los caballos y volver a Florencia caminando desde Francia, pero lo salvó el empréstito de unos buenos mercaderes. No se quejaba, ni siquiera por las largas ausencias y la distancia de los suyos; obviamente gozaba con su chamba.
Hombre de vicios y virtudes, tuvo ambos en plena dimensión humana. No escapó de la envidia y las intrigas palaciegas: fue cuestionado por las deudas de su padre (chisme que al final no pasó de lo anecdótico) y en cierto momento fue desplazado de importantes misiones diplomáticas por carecer de suficiente linaje y la prosapia familiar necesarios –según algunos maquinadores celosos— para representar a la República, valiendo un cacahuate los servicios ya prestados a Florencia y su espectacular historia de éxitos diplomáticos, así como su reconocida habilidad para salir avante aún en los momentos más peliagudos.
Ni siquiera en medio de esas crisis Maquiavelo dejó de observar los fenómenos políticos y documentar –en cartas, ensayos y hasta versos— sus observaciones sobre la lucha por la obtención y el mantenimiento del poder. Sus libros (y no sólo “De Principatibus”) contienen lecciones vitales para cualquier hombre de Estado, sustentadas en la experiencia y la portentosa capacidad de análisis de Nicolás.
Se recuerda especialmente el irónico ‘sueño de Maquiavelo’, que repitió en su lecho de muerte: “…los grandes hombres que fundaron, gobernaron bien y reformaron repúblicas con sus obras y con sus escritos no gozan con beatitud de la eternidad en el sitio más luminoso del universo [como lo había soñado a su vez Escipión]… van en cambio al infierno, porque para llevar a cabo las grandes obras que los inmortalizaron violaron las normas de la moral cristiana.” Así, para Nicolás “el infierno se vuelve más bello e interesante que el paraíso, si ahí están los grandes hombres de la política”, escribe Mauricio Viroli.
Lección de política práctica de Maquiavelo: “En cuando a los hombres poderosos, o no hay que tocarlos o, cuando se toca, hay que matarlos.” Los hombres deben ser acariciados o aplastados. Se vengan de las injurias ligeras, pero no pueden hacerlo cuando son muy grandes. Y según él, la culpa es de la especie: sería estupendo que el príncipe fuese generoso, bienhechor, compasivo, fiel a su palabra, firme y valiente, afable, casto, franco, grave, religioso. Pero esto apenas si es posible: la condición humana no lo permite.
Para ser un gobernante exitoso, afirma Maquiavelo, es indispensable que el príncipe tenga los medios de coacción, que esté en situación de obligar por la fuerza: todos los profetas armados han vencido, los desarmados han fracasado. Los pueblos son naturalmente inconstantes y si es fácil convencerles de algo, es difícil arraigarles en ese convencimiento; por eso es necesario, cuando ya no crean, hacerles creer mediante el poderío. Es fácil interpretar este pensamiento como un compendio de cinismo cuando, en realidad, lo que plantea precozmente con gran sapiencia es el principio de autoridad como condición esencial de la existencia del Estado; siglos después Max Weber y Hans Kelsen habrían de puntualizarlo: sin el monopolio de la violencia legítima nomás no hay autoridad, ¿o sí?

antonionemi@gmail.com

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