lunes, 22 de marzo de 2010

Maquiavelo

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Me pregunto qué diría si supiera la cantidad de equívocos y malas interpretaciones que se han hecho de él y de sus escritos. Su nombre llegó a convertirse en sustantivo: maquiavelismo (modo de proceder con astucia, doblez y perfidia) y adjetivo: maquiavélico (persona sin compromisos éticos, que diseña y aplica estrategias perversas, generalmente ocultas, para obtener fines que no siempre son lícitos). Ocurre que muchos de quienes lo citan no lo han leído nunca, a pesar de lo cual se le refiere una y otra vez como explicación de todo lo malo que puede haber en la política.
Nació cerca de Florencia, en 1469. Hijo de una familia noble pero venida a menos, Nicolás Maquiavelo se vio obligado a trabajar desde muy joven. No fue un personaje de grandes vuelos durante los 58 años de su vida, pero nadie duda de su influencia posterior y de su importante aportación al análisis del poder; de hecho, se le considera uno de los fundadores, si no el fundador, de la ciencia política.
Su vida y sus obras están claramente condicionadas por 3 hechos: el Renacimiento, la disgregación de la confrontada Italia y la lucha de poderosos grupos rivales en Florencia. En su tiempo se habían descubierto América y la nueva Ruta de Indias, lo que constituía una revolución económica de enormes proporciones y prácticamente cada ciudad europea de importancia contaba con, al menos, una imprenta, dando paso a la célebre democratización del conocimiento que caracterizó al fin de la Edad Media.
El individuo se convertía en el nuevo sujeto de la historia, en sustitución de las corporaciones y los gremios y se daba paso a las técnicas como mecanismo de mejora de la vida cotidiana, en lugar de la actitud reservada y contemplativa con visión teológica que había prevalecido durante más de mil años. Filósofos y pensadores regresaban a estudio de los grandes clásicos (Homero, Platón, Aristóteles, Avicena y muchos más) y se producía una verdadera explosión en la ciencia y en las artes. Era una época que invitaba a tomar posesión inmediata del reino terrenal, incluyendo sus disfrutes estéticos, intelectuales y carnales.
Maquiavelo fue un agudo observador de todo esto, pero también de la disputa por el poder, de la que en buena medida tomó parte. Durante unos 15 años trabajó en el servicio público, desempeñando funciones administrativas y diplomáticas; en más de una ocasión fue enviado como observador de elecciones (¡y no existía el IFE!) y otros hechos relevantes que los dignatarios florentinos consideraban de interés para ser vistos y narrados por su agente. Fue testigo y víctima de las intrigas palaciegas y dicen que participante en alguna que otra conspiración: estuvo preso y fue torturado, además de que intentó sin éxito cambiar de bando cuando nuevos actores se hicieron del poder en su amada Florencia.
Su principio analítico era contundente: “más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia”. Este postulado implicaba, también, observar los fenómenos políticos desde su realidad, es decir, las cosas como son y no como se supone que deberían ser. Su texto más “conocido” es “El Príncipe” pero la verdad es que ni siquiera se llama así (su real nombre es “De los Principados”); en él se proponía explicar cuál es la esencia de los principados, de cuántas clases los hay, cómo se adquieren, cómo se mantienen y por qué se pierden. No le ocupaba la legitimidad de la adquisición; él se movía en el dominio desnudo de los hechos, es decir, de la fuerza. Y esto lo explicaba a partir de que el triunfo del más fuerte es el motor esencial de la historia humana. Ni a Maquiavelo ni a sus contemporáneos les frustraba este hecho al que consideraban completamente natural, trivial; era la visión de quienes veían a los poderosos, inmisericordes, imponerse sobre los débiles y, además, aplastar a sus adversarios, hasta que ellos mismos eran eliminados por otros más audaces o más poderosos, en medio de un ciclo interminable.
“El deseo de adquirir es, sin duda, una cosa ordinaria y natural y cualquiera que se entrega a él estando en posesión de los medios necesarios, es más bien alabado que censurado por ello, pero formar este designio sin poder ejecutarlo es incurrir en la reprobación y cometer un error.” También afirmaba que para todo Estado, antiguo, nuevo o mixto, “las principales bases son buenas leyes y buenas armas” pero no puede haber buenas leyes allí donde no hay buenas armas. En pocas palabras: un príncipe sin fuerza para imponerse acabará derrotado, si no destruido. No dejaba todo a la suerte: el hombre puede y debe resistir a la fortuna, prepararle con su virtú duros obstáculos, hasta conviene que se muestre impetuoso frente a ella, pues “es mujer” pronta a ceder a los “que usen de violencia” y la traten rudamente, a los jóvenes “impetuosos”, audaces, autoritarios, más bien que a los jóvenes maduros, circunspectos y respetuosos. Un feminista no era precisamente.

antonionemi@gmail.com

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