lunes, 1 de marzo de 2010

Piggly Wiggly


Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas


Una traducción aceptable es ‘cerdito ondulado’. Preguntaban a su autor qué quiso significar con este juego de palabras, pero no lo aclaraba. Dicen que una vez, desde la ventana, vio a unos cerditos luchar para cruzar bajo un cerco y que allí se le ocurrió. Otros creen que fue simplemente una estrategia de ese publicista ingenioso; en algún momento Clarence Saunders aceptó: “quería que la gente se hiciera la misma pregunta: ¿qué significa ‘Piggly Wiggly’? y con eso lograría que hablaran de nosotros todo el tiempo”.
La primera Piggly Wiggly empezó sus operaciones en Memphis, Tennessee, el 6 de septiembre de 1916. Su fundador, el propio Saunders observó el alto costo que representaba para los tenderos mantener un grupo de empleados que iban a los anaqueles y surtían los pedidos de los clientes que se encontraban del otro lado del mostrador. Por ello puso en marcha un expendio en el que los consumidores se atendían, seleccionando el producto de su preferencia y revisándolo antes de llevarlo consigo.
Las cestas para que los compradores depositaran las mercancías mientras circulaban libremente por el establecimiento, el contacto directo del público con las repisas de almacenaje y la falta de empleados eran ideas extravagantes, parecía que fracasarían, pero la realidad fue otra. Estaba naciendo el supermercado, no sólo una forma novedosa de comprar y vender sino literalmente, un nuevo estilo de vida. En algún momento, la cadena Piggly Wiggly llegó a tener 2,700 tiendas y facturar cientos de millones de dólares.
El éxito del nuevo modelo comercial no se limitó a disminuir los costos de operación de las tiendas. Saunders fue un innovador que introdujo prestaciones y procedimientos que hoy forman parte de la vida cotidiana de millones de personas en el Mundo pero que en su momento fueron revolucionarios. Estableció las áreas de caja para el cobro y empaque a la salida de los supermercados, etiquetó con sus respectivos precios todos los artículos (un sistema apenas superado por códigos de barras y lectores ópticos), instaló sistemas de refrigeración y congelación para ofrecer a los consumidores productos frescos, implantó prácticas sanitarias para el manejo de mercancías, principalmente alimentos, diseñó y patentó los muebles y equipos utilizados dentro de sus expendios.
Pronto, el concepto de autoservicio comercial mostró otras ventajas (principalmente para los vendedores) y generó toda una cultura del consumo adictivo, muy ad hoc con la sociedad de la abundancia y los satisfactores materiales como sustitutos del déficit emocional en las personas. Surgieron teorías sobre la presentación de las mercancías, su acomodo en los anaqueles y, asociadas con las técnicas publicitarias, la creación de nuevas necesidades en el público. Tampoco podían negarse algunos beneficios para los consumidores: diversidad en la oferta, mejores precios, libertad de elección, comodidad.
Al paso del tiempo, convertidos ya en cadenas de intermediación comercial, los grandes autoservicios (que ahora miden sus dimensiones en miles de metros cuadrados de área de venta) se convirtieron en negocios financieros que “jinetean” a sus proveedores con agresivas políticas de pago diferido (en ocasiones durante meses), factoraje (descuentos a cambio de pagos anticipados), costos de anaquel, promociones obligatorias, devoluciones y mermas que frecuentemente debe absorber el fabricante si quiere que sigan vendiéndole sus productos. No son pocas las empresas manufactureras medianas y pequeñas en el mundo que han explicado sus quiebras como consecuencia de la dureza con que les tratan los supermercados. Hablar de la “casta sagrada” que constituyen buena parte de los ejecutivos compradores de las grandes cadenas –varias de ellas transnacionales— es narrar historias de rigidez, incomprensión, prepotencia y, en algunos casos, hasta de abuso.
En México, además, hay que agregar el uso de mano de obra no asalariada ni sujeta de prestaciones laborales, los famosos “cerillos”, niños y últimamente ancianos a los que se ‘permite’ empacar las mercancías a cambio de propinas pero que frecuentemente tienen que realizar otras tareas obligatorias sin remuneración. Absurdamente, las autoridades toleran que los supermercados cobren a sus clientes por el estacionamiento de vehículos, sobre todo en las plazas comerciales, otro enorme negocio.
Hay quienes critican el gasto publicitario –francamente desproporcionado— que resulta de la competencia entre marcas, pero a fin de cuentas ésa es la condición de la lucha en el libre mercado. Lo que sí es un hecho es que cada nuevo supermercado y cada nueva “tienda de conveniencia” significan una sentencia de clausura casi inmediata para decenas de misceláneas y tiendas familiares de abarrotes (iconos de la cultura mexicana) incapacitadas de permanecer operando en condiciones competitivas. La eficiencia económica y la competencia producen riqueza y modernidad para unos, pérdida para otros.
Habría que encontrar alternativas para los que pierden, antes de que ellos tampoco puedan ya comprar en los supermercados.

antonionemi@gmail.com

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