lunes, 12 de abril de 2010

Vivir peleando

Juan Antonio Nemi Dib
Historia de Cosas Pequeñas

“Uno de los visitantes, de manos sucias y rostro horriblemente picado de viruelas, tenía en su mirada algo inocentemente descarado; no expresaba su semblante la menor ironía ni inteligencia alguna, sino únicamente la necia embriaguez de su derecho, unida a una extraña necesidad de ser y de sentirse siempre ofendido.”

El Príncipe Idiota. Fédor Dostoievski



Las causas justas abundan: será verdaderamente garbanzo de a libra encontrar en el mundo a alguien que no haya sufrido un agravio –pasado o presente— digno de reparación, de resarcimiento o hasta de venganza. Por acción o por omisión, aun los más afortunados, los que han vivido en los ambientes más protegidos y asépticos, los predilectos del destino a los que todo suele irles bien, incluso ellos alguna vez habrán sido despojados, difamados, menospreciados, intrigados, defraudados, malqueridos o desamados, ignorados, robados, golpeados, desplazados, ofendidos en suma por alguien o algunos que, voluntaria o involuntariamente les causan daño. Con más razón los desafortunados, los débiles de espíritu o aquéllos a los que el teatro de la vida suele asignarles el papel de víctimas vitalicias.
De vez en vez, los celos de algunos hijos pequeños frente a los hermanos recién nacidos nos ofrecen una de las expresiones más crudas de una naturaleza humana egoísta y posesiva que luego las convenciones sociales se encargan de disfrazar y acomodar mediante códigos que buscar hacer la existencia más amable y, supuestamente, menos conflictiva. ¿Se deja de ser egoísta con la edad o simplemente se esconde el sentimiento detrás de las cortesías obligadas?
Pero no siempre las caretas, más útiles para la comedia que para disolver conflictos, dejan a la gente a salvo de la envidia, la avaricia, el desprecio por los demás y, en suma, todo lo que configura el absurdo prurito de acumular más de lo necesario (mucho más de lo que realmente podría disfrutarse), la rivalidad con el talento y los éxitos ajenos, el deseo de tener más que el resto y ser más que el resto. ¿Hay peor tragedia que la de familias que aparentan estar sólidamente construidas y que junto con los denarios heredan ruptura y agravio, incluso para terceros inocentes?, ¿podría alguien inventar una rama del derecho dedicada a litigar en pos de la armonía, la paz –interior y exterior— y el respeto sincero a los otros?
Es cierto que hay humanos libres de esas bajas pero generalizadas pasiones que más de una vez son el verdadero motor de la vida cotidiana; esos humanos –cercanos a la santidad— están lejos de ser mayoría, mientras que el resto hacemos legiones. Pero el consuelo cínico consiste en que, al final, se trata de una cuestión de grado: qué tanta tolerancia se tiene a que a los demás les vaya bien cuando a nosotros las cosas no nos funcionan, cuando nos duele la cabeza o estamos de veras enfermos, cuando no obtenemos lo que queremos, cuando lo habido –bien o mal— parece insuficiente o no llena, cuando natura quita la belleza o las artes que a otros prodiga, haciendo ley aquélla sentencia ruin de que la vida castiga dos veces a quienes carecen de atractivo exterior e interior.
En pocas palabras: se es más o menos envidioso (a), se está más o menos [in] satisfecho (a) con la existencia, en grados que van de lo tolerable a la obsesión, extremo éste destructivo, que se torna en auto veneno para el que no hay inmunidad. La regla simple sería: ante lo inevitable, mientras menos envidia, mejor…
Siendo, como es, que a morir venimos, que la vida es breve –suspiro infinitesimal, en términos astronómicos—, de suyo incierta y no poco cruel por sí misma, ¿qué sentido tiene vivirla en función de los demás?, ¿qué magro provecho nos deja el medirla a partir de lo que otros poseen, de lo que otros son, de lo que otros consiguen?, ¿qué gozo puede hallarse en pasarla compilando afrentas ciertas o, las más de las veces, imaginarias?, ¿qué tan justas son nuestras causas justas?
Quizá esto se explique porque como mecanismo defensivo existe entre los hombres (y mujeres) un arraigado delirio de grandeza, un complejo de superioridad que permite e invita a acusar a los otros, responsabilizarlos de los propios errores, de los más profundos demonios, de la intolerancia y la insatisfacción permanente. Aparentemente es el camino más “fácil” para liberarnos de culpa. En realidad no es otra cosa que un círculo de destrucción en el que mientras más se odia, más se muerde la cola; disputar siempre no deja tiempo para disfrutar nunca, ni siquiera las cosas que otros nos envidian. Dolor creciente y acumulativo, frustración sin salida, desconfianza perpetua. Dolor que sirve para cobrar agravios, es cierto, pero sirve más para destruir a quienes lo sufren. Sirve, eso sí, para infringir “justificadamente” las peores ruindades, vengancitas de papel. Sirve para olvidar beneficios y provechos previos que siempre nos parecerán pocos. Es ingratitud. Es patología.
Me lo repito una y otra vez, cuando el temperamento me gana y pretendo clamar por una justicia que ni siquiera sé que me asiste: por justas que sean las causas, no vale la pena vivir peleando, es autodestrucción, deslealtad terrible con nosotros (as) mismos (as).

antonionemi@gmail.com

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