lunes, 17 de mayo de 2010

Adversarios

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

La parábola hace referencia a un pleito entre hermanos, algo común en todas las sociedades y en todos los tiempos. Sin embargo, se trata de un referente cultural con mucha raigambre en la cultura de Occidente, a tal punto que en la tradición judeocristiana se considera el primer homicidio de la historia -fratricidio en realidad- y el ejemplo de lo que son capaces de producir los celos, la envidia y la competencia.
Adán se unió a Eva, su mujer, la cual quedó embarazada y dio a luz a Caín... después dio a luz a Abel, el hermano de Caín. Abel fue pastor de ovejas, mientras que Caín labraba la tierra. Pasado algún tiempo, Caín presentó a Yavé una ofrenda de los frutos de la tierra. También Abel le hizo una ofrenda, sacrificando los primeros nacidos de sus rebaños y quemando su grasa. A Yavé le agradó Abel y su ofrenda, mientras que le desagradó Caín y la suya. Ante esto Caín se enojó mucho y su rostro se descompuso. Yavé le dijo: “¿Por qué andas enojado y con la cabeza baja? Si obras bien, podrás levantar tu vista. Pero tu no obras bien y el pecado está agazapado a las puertas de tu casa. Él te acecha como fiera, pero tú debes dominarlo”.
Caín dijo después a su hermano Abel: “Vamos al campo”. Luego se lanzo sobre él y lo mató. Yavé le preguntó: “Dónde está tu hermano” y Caín contestó: “No lo sé, ¿soy acaso su guardián?”. Entonces Yavé sentenció: “¿Qué has hecho? Clama la sangre de tu hermano y su grito me llega desde la tierra. En adelante serás maldito y vivirás lejos de este suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano ha derramado. Cuando cultives la tierra, no te dará frutos; andarás errante y fugitivo sobre la tierra.”
Mahoma supone que Abel se dejó matar por Caín. En la Sura 5.28 del Corán, cita: “Y si tú pones la mano en mí para matarme, yo no voy a ponerla en ti para matarte, porque temo a Alá, Señor del Universo”. Esto es llevar al extremo la previa sentencia evangélica: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos.” (Mt. 5-38)
Si es esta la conducta éticamente deseable (no responder a los agravios, perdonar las ofensas, soportar los excesos), ¿dónde queda el derecho a la defensa?, ¿es inmoral e inapropiado amparar lo ‘propio’? Por ejemplo y a contrario sensu, nuestra legislación penal exculpa, es decir, perdona a los individuos que hacen algo prohibido por la misma ley cuando es evidente que actúan así para protegerse, para evitar una agresión actual, inminente o inmediata que ellos no propiciaron.
Entonces, ¿cómo resolver este dilema cuando se trata de la disputa por el poder público?, ¿en el ejercicio de los derechos políticos -entre ellos, la búsqueda del poder a través de medios e instituciones legales- caben los principios éticos?
Es famosa la tesis de Carl von Clausewitz en el sentido de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, aunque Michael Foucault revierte la tesis y dice que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Frente a estas sentencias surge una importante gama de preguntas: si el adversario es perverso, cruento y violador de la ley, ¿se ha de serlo también para estar en condiciones de combatirlo con equidad y posibilidades de triunfo?; ¿es lícito que el competidor débil utilice malas artes?; ¿justifica la falta de equidad en la contienda el actuar fuera de la ley?; ¿es candoroso el político que mantiene su lucha en los límites de la legalidad?; ¿premiará la sociedad -en este caso los electores- a quien cumple con lo debido o le castigará por su inocencia?
Sabidos los hombres de que la lucha es inevitable y consustancial a la especie humana (Hobbes en El Leviatán: ‘la guerra de todos contra todos’) hace buen tiempo que decidieron ponerle reglas, sujetarla a condiciones y límites con la intención de reducir su crueldad, de mitigar sus efectos nocivos. Las democracias como las conocemos no son otra cosa -siguiendo al mismo Hobbes, a Clausewitz y a Foucault- que guerras “legalizadas” en las que se acotan (o se supone que se acotan) las capacidades para dañar al adversario y se privilegian los métodos racionales de disputa. Sin embargo, por lo general, estos principios se mantienen en el nivel de la teoría y la retórica: las campañas, las elecciones, se tornan en férreas batallas para las que los principios y los límites son estorbos, hay que ganar al precio que sea.
Francamente no sé si quien se dice en desventaja deba mentir y acudir a las conocidas guerras sucias. A fin de cuentas, acaba siendo igual o peor que aquello que pretende combatir, a no ser que lo importante sea el poder y no las necesidades de la gente a la que se dice servir. Quizá Abel se pasó de... ingenuo y por eso le dieron con la quijada.

antonionemi@gmail.com

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