martes, 25 de mayo de 2010

Del manual del capitán

Pedro Manterola Sainz
Hoja de Ruta

Entre las prácticas de los oficiantes alevosos de la política sobresalen construir con apariencias su fama pública, esparcir rumores insidiosos sobre los adversarios, propagar falsos testimonios contra las personas, hechos y palabras que rebasan su entendimiento, pontificar sobre cualquier tema, económico, político, mediático, electoral, para enmascarar su ignorancia y portar el camuflaje del vigilante para actuar con servilismo y montar emboscadas.
Estos sujetos deben su supervivencia a precavidas almas superiores, ya sea en el gobierno, en familia o en campaña, y su huevo de serpiente anida en la ingenuidad y/o la envidia de sus ambiciosas huestes, almas crédulas con las que practican deslealtades y ensayan su conducta trepadora.
Los politicastros abonan la creencia de que poseen inteligencia, ideas y sagacidad, cuando lo que deambula por su cabeza no pasa de ser una disoluta manada de neuronas ofuscadas. Cuando al paso de los años sus ardides pierden vigencia, porque el exceso de insidia merma su efectividad o porque los demás evolucionan mientras ellos habitan su propio paraíso, reclutan a sus iguales en medios, empresas y municipios. Alimentan con su ponzoña a nuevas generaciones dispuestas a garantizar su estirpe y su legado. Este último, por cierto, no es la transformación y la superación política, el mejoramiento de políticas públicas y servicios a la sociedad o la transparencia y la coherencia en la toma de decisiones y acciones de gobierno. Nada de eso. El objetivo real detrás de textos y palabras grandilocuentes, de maniobras, deslealtades y traiciones, es la prolongación de privilegios, la satisfacción de envidias y vanidades, la cura de traumas y complejos, la construcción de espejismos que los hagan sentirse inteligentes e importantes, algo improbable en condiciones normales de leal competencia política, filial, comercial, empresarial, etc. …
En asuntos de oportunismo son disciplinados, tanto que usan entre ellos tan pomposos como huecos y jocosos cargos militares: mi jefe, mi general, capitán… Sin reparar en méritos, arman su currículum coleccionando nombramientos y puestos solo para engrosar el expediente, confundiendo cargos con resultados.
No se les conocen obras, metas o logros superiores, iniciativas, planes y proyectos de desarrollo municipal, económico, regional, cultural, social, nada que signifique beneficios colectivos ya sea en sus municipios, en su gremio, en su empresa, en alguna Legislatura, en sus estados, en sus distritos o en instituciones públicas y de beneficencia. Para ellos el poder tiene sentido porque cura sus traumas y complejos, es la respuesta de su despotismo ante el talento.
Frente a argumentos sólidos, los fusileros recurren a la descalificación. Cuando perciben la competencia, cuando imaginan o tienen adversario al frente, cuando alguien piensa distinto o cuestiona con razón sus métodos, aplican las enseñanzas del capitán y usan la mentira, son lodo del mismo charco, para atacar y descalificar a los adversarios reales o imaginarios y a todo aquel que los supere en capacidad, ideas e iniciativa. Así, los reclutas de este retorcido miliciano aspiran a ser algún día capitanes de su propia falange. Frente al talento, lo suyo es la insidia. No son combatientes, son pendencieros.
Unidos por sus frustraciones, constituyen una muy entreverada generación del fracaso. Han fracasado en su afán de hacer de las mentiras repetidas una verdad, fracasan al esconder con artificial grandilocuencia sus reales ambiciones, fracaso es decir que persiguen objetivos superiores, si han sido incapaces de promover la pluralidad, la tolerancia, el civismo, la cultura, la política en su mejor sentido, ni han sabido apoyar instituciones de asistencia social o competir en buena lid sin privilegios clandestinos. No les importa mentir y usar en su provecho los bienes y capacidades ajenas, ni lucrar con lo que otros logran y consiguen. Descubiertos, no reparan en ensuciar, demeritar y descalificar a sus amigos o incluso a su propia familia. Para convencer, repiten los seductores y sutiles métodos de Al Capone o Jack el Destripador.
A espaldas de los ciudadanos se prestan a componendas y marrullerías; en público prometen luchar contra esas sucias formas de alcanzar puestos, así sean edilicios. No saben lo que significa obtener cargos ni alcanzar logros por trabajo o mérito propio. Dicen buscar la eficiencia y el mejoramiento de la administración pública, pero en el servicio público y social han sido mediocres, fracasados, sin responsabilidad. Juran luchar contra el tráfico de influencias, pero así han conseguido trabajo y protección a sus amigos.
Dicen de otros que “están muy verdes”, pero siguen pegados al cordón umbilical. “Los quieren manipular”, advierten a terceros, mientras ellos se mueven según los hilos del titiritero. Dicen seguir al mesías, pero tienen las costumbres de los mercaderes del templo. Invariablemente, ante todo cuestionamiento su respuesta es la descalificación, la arrogancia. Así evitan explicar sus abusos, sus fracasos, sus traiciones. Ante la inteligencia ajena, su respuesta es la hostilidad y la obsesión de excluirlos de todas partes. Repiten coros desafinados para tratar de enlodar los méritos de quienes los superan. Por eso son efectivos: por el miedo, por la náusea. Viven de acuerdo a un principio: Si no eres mejor que tú adversario, destrúyelo. Cultivan la relación de gente con prestigio porque carecen del propio. Así esconden su propia maldad detrás de las virtudes de empresarios, políticos, cronistas, curas, periodistas.
La congruencia, obvio, tampoco es su fuerte. Un día calzan presurosos las sandalias convergentes, después van de gira con el demonio azul, y al día, o sexenio, siguiente juran que lo suyo es el rojo fidelidad. La verdad, la verdad, lo suyo, lo suyo, es la traición. Y así, de un día a otro, del azul al rojo y viceversa, degradan la plana. O la planilla. ¿Convicciones? Por favor. Dicen haber aprendido las lecciones de El Príncipe, pero no pasan de seguir las rutinas del capitán. Dicen creer en dios, pero viven dedicados a construir el santuario de Judas Iscariote. Y hoy enarbolan su pendón en las campañas.
Tienen formas perversas de defender su permanencia. Buscan a sus iguales, cadetes que abren las puertas a la insidia para arrebatar a otros lo que no saben ganar. Sus proyectos son particulares, y dicen trabajar en equipo solo para alcanzar beneficios propios, primero, y para ellos, siempre. Eso no es equipo, diría el Vasco. Cuando alguien dice cosas lúcidas, originales, se apresuran a descalificar al emisor para después repetir lo que oyeron como si fuera una idea propia. Así aparentan ser inteligentes. Eso es lo suyo: aparentan ser exitosos, aparentan saber de lo que hablan, aparentan conocer de política, aparentan tener amigos, aparentan ser patriarcas, aparentan tener experiencia, aparentan obedecer al coordinador, aparentan trabajar para el candidato, aparentan ser amigos de Fidel… Así parece más compleja la victoria.
Son así porque viven de fingir que son superiores. Y no escuchan a nadie con ideas propias porque, aunque no lo saben, son ciegos y sordos. Por eso tarde o temprano estarán perdidos y hablando solos.

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