martes, 14 de diciembre de 2010

Reírse

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas

El filósofo y semiólogo (experto en semiología, o sea, estudioso de los signos que contiene la vida social) italiano Umberto Ecco escribió una novela realmente extraordinaria -por donde se le vea- (“En el nombre de la rosa”) que a pesar de su complejidad estética y narrativa puede leerse de corrido y disfrutarse al máximo incluso por un lector sin entrenamiento. Aunque el texto tiene numerosas citas en latín, usa recursos literarios difíciles y está lleno de elementos hechos sólo para iniciados, la novela fue un éxito popular que ha vendido muchos cientos de miles de copias en numerosos idiomas y después fue llevado al cine con Sean Connery en un filme también exitoso en las taquillas, si bien la película no recibió la mejor acogida de la crítica.

El texto se desenvuelve simultáneamente en distintos niveles de argumentación (la vida espiritual durante el medioevo, las relaciones entre el papado imperial y las órdenes religiosas, la opción por los votos de pobreza o la acumulación de bienes terrenales, la inquisición -paradójicamente representada por el héroe liberador-, y hasta el concepto del amor). Es también un “thriller”, una emocionante narración de suspenso, con misterios en espera de ser resueltos y protagonistas enfrentados entre sí, determinados a defender con firmeza sus respectivas trincheras.

Sin embargo, lo que más me impactó -precisamente en el marco oscurantista de aquella época que Ecco describe magistralmente- fue la convicción del “malo”, el ficticio monje español Juan de Burgos, quien dentro de la trama había sido bibliotecario de la abadía en la que se desarrolla la historia, de que la risa es pecaminosa en grado sumo y por ende, alejada de la santidad. Desde que tuve en mis manos la novela, no hago sino preguntarme: ¿qué derroteros intelectuales, qué razones llevaron a un grupo de personas con acceso a todo el conocimiento que había en su época a la convicción de que la alegría -expresada en el acto de reír- es algo malo, indeseable, nocivo? No concibo una vida sin sonrisas, sería lo más cercano al infierno y lo más alejado de Dios.

A propósito de esta discusión, Diego Damián Jiménez Salinas publicó en Pamplona un ensayo sobre la “eutrapelia”, es decir, la virtud de la diversión, según la concibieron Aristóteles y Tomás de Aquino. En su ensayo, Jiménez explica que el concepto de lo lúdico no debe limitarse al juego y que ambos filósofos, sobre todo el segundo, estarían hablando en realidad de “todo aquello que nos sirve para descansar del trabajo, desde el juego y el deporte hasta las bromas, chistes, ocurrencias y dichos ingeniosos”, lo que incluye la “iucunditas”, es decir, el buen humor. Dirá Tomás de Aquino entonces que la “eutrapelia” es “la capacidad de convertir adecuadamente en risa las incidencias de lo cotidiano”. Aunque el debate es viejísimo, los japoneses lo tienen claramente zanjado desde hace siglos: un proverbio afirma que el tiempo que uno pasa riéndose es el único tiempo en que se convive con los dioses.

Sin embargo ya no es solo una cuestión filosófica; de hecho, el conocimiento científico ha convertido a esta discusión sobre reír o no en un arcaísmo. Hoy se conoce, y decenas de tratados la explican con más o menos detalle, la fisiología de la risa: se sabe que el acto de reír contribuye a la oxigenación celular y libera buena cantidad de endorfinas, substancias producidas por el organismo humano que contribuyen a la modulación del dolor, que producen sensación de bienestar, contribuyen a la regulación térmica del cuerpo y son cruciales para nuestras funciones reproductivas, entre muchas otras cosas buenas que nos regalan estos “opiáceos naturales”.

Hay elementos culturales en la risa -es poco probable que un inglés entienda nuestras bromas mexicanas y ría con ellas, como a nosotros nos es difícil el humor de los políticos estadounidenses- pero también hay elementos comunes y compartidos en todas las culturas: la risa es expresión inevitable de alegría o, al menos, de satisfacción que, “semióticamente”, se entiende en todas partes, la sonrisa es lenguaje universal. Una sonrisa amable y sincera es la llave para abrir muchas de las puertas que de otro modo permanecen cerradas.

Contrariamente a lo sostenido por el ciego bibliotecario de “En el nombre de la rosa”, hoy queda claro que la risa es contagiosa, inspiradora, relajante e incluso, se ha demostrado que posee cualidades terapéuticas que mejoran la calidad de vida de los enfermos, que potencializan los efectos de la medicina e incluso, en ciertos casos, curan la enfermedad. Algunos científicos presumen que las personas que ríen mucho podrían tener una existencia más sana y, por ende, más prolongada. Parece que reír con constancia es un buen camino para llegar a viejo. Reír mucho, dicen los que saben, destruye amarguras, facilita el entendimiento entre personas, acerca a la gente, atempera la envidia y le quita la carga a muchas cosas que de otro modo son insufribles. Los que ríen mucho tienen menos capacidad de odiar, de guardar rencores.
Reírse ayuda a convivir con los demás, ayuda a la paz interior, y si uno desarrolla la técnica y aprende a reírse de sí mismo, la vida será menos aburrida, menos solemne y más llevadera. Pobre Juan de Burgos, pobres los que no se ríen.

antonionemi@gmail.com

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