Historias de Cosas Pequeñas
Con sincero pesar por la
muerte de un hombre bueno, inteligente y
justo: Marco Antonio Young Medina.
Inspirada en el anarquismo puro, buena parte de la escuela marxista, sobre todo después de Lenin, sostenía con fervor que el derecho -y por ende las leyes- es un instrumento de dominación, un mecanismo clasista para la explotación de los débiles y una herramienta ideológica para legitimar y sostener en el poder a las élites dominantes.
No fue una simple idea lanzada al aire, reconocidos teóricos desarrollaron la tesis llevándola al extremo. Quizá el más notable de ellos fue Evgueni Bronislavovich Pashukanis, un abogado que la revolución soviética encumbró --llegó a ser vicepresidente de la Academia Comunista-- y que después sufrió en carne propia la brutal represión estalinista: fue declarado “enemigo del pueblo”, acusado de espía y saboteador y sería hasta la década de 1960 (Pashukanis nació en 1891) en que Nikita Jruschov lo rehabilitara parcialmente.
La consecuencia natural de ese repudio al derecho y a las leyes derivaba en la proscripción de toda norma y la convicción de que en la sociedad comunista (la fase superior de la evolución social según las profecías del materialismo histórico) los individuos podrían convivir sin necesidad de ordenamientos que les manipularan o favorecieran cualquier mecanismo de explotación de unos contra otros, la tesis esencial del anarquismo: ni amos ni soberanos ni jerarquías. Pashukanis y sus seguidores sostenían que las leyes durante el socialismo eran una “necesidad temporal” y que habría que abolirlas al advenimiento del comunismo.
Hoy, esa convicción sobre la desaparición del derecho y las normas se antoja -por lo menos- ingenua y, en buena medida, utópica, irrealizable. Es relativamente fácil demostrar que no existe asociación posible, sociedad estructurada dentro de la que distintos individuos puedan coexistir y convivir, sin un mínimo de reglas que impidan abusos y garanticen condiciones aceptables para la permanencia de los miembros en condiciones estables y en buena medida previsibles. Y esto va desde las sencillas normas de tránsito y vialidad hasta la regulación de conductas sociopáticas, principalmente las de carácter criminal.
La mejor evidencia de esto reside en la paradoja del derecho soviético y, por extensión, el de otros países gobernados bajo el principio de “socialismo real” hasta antes de la caída del muro de Berlín en 1989 y, después de esto, aún en China y Cuba, por ejemplo, cuyas élites no se atreverían ni en sueños a renunciar a la legitimidad -al menos conceptual- que producen sus leyes: abundantes, complejas, rudas, radicales y hechas a modo de las respectivas dirigencias.
¿Puede una sociedad contemporánea vivir sin un mínimo de normas obligadas para todos sus integrantes? Parece que no.
Pero el tema no radica sólo en la existencia de leyes sino en la vigencia y aplicabilidad de éstas. De nada sirven los ordenamientos legales cuando no se cumplen, cuando se trata sólo de “referentes teóricos” respecto de cosas y condiciones de vida que son deseables pero que existen sólo en el concepto y no en la realidad.
Los expertos llaman a esto “Imperio de la Ley”, es decir, la superioridad de la norma sobre cualquier otro principio gubernativo. Es aún más fino metodológicamente el concepto de “Derecho Positivo” que se refiere a un conjunto de prescripciones que tienen aplicación concreta y vigencia en un área territorial específica y que, por ende, son reconocidas y cumplidas, existiendo generalmente consecuencias y sanciones para quienes las infringen.
El incumplimiento de las leyes puede entenderse como una disfunción previsible cuando es parcial, temporal y limitada, disfunción que las mismas leyes corrigen mediante mecanismos específicos (sanciones, compensaciones, medidas cautelares, etc.). Pero cuando el incumplimiento de la ley se torna generalizado, común, permanente y, además, carece de mecanismos de corrección, se hace evidente que lo que no funciona es el mecanismo normativo, el sistema jurídico en su conjunto.
En otras palabras, tener leyes que no se aplican, que son sistemáticamente ignoradas o violadas por la mayoría de los sujetos de derecho y que no producen las consecuencias deseables para mantener la cohesión social, es como no tener leyes.
En México, el ejemplo más sobado es de la impunidad de los criminales: se sabe y se recita de memoria que el 96% de los delitos cometidos permanecen sin castigo. Pero no es el único caso: ¿se cumplen los principios constitucionales que garantizan derechos a los individuos?, ¿se cumple con las prescripciones legales en materia fiscal, de paternidad responsable, de protección al ambiente, contra los monopolios, para la erradicación de la pobreza, para la administración honesta y eficaz de los recursos públicos?
¿De qué sirven tantas leyes que adornan los estantes y saturan los archivos virtuales de las computadoras pero que muy pocos se empeñan en cumplir? ¿Acaso no estamos frente a una modalidad novedosa de anarquismo postmarxista que barrunta disolución y ruptura del tejido social? ¿Será posible la convivencia en paz de los mexicanos sin que se cumplan las leyes?
antonionemi@gmail.com
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