(Historias de cosas pequeñas)
La luz del semáforo se puso en rojo y nos detuvimos justo en el límite de la calle, en lo que llaman el “paso de cebra” reservado para que los peatones crucen, e instintivamente volví mi vista a los estudiantes de secundaria que en tropel abandonaban el edificio escolar, probablemente hartos de la mañana escolar, hambrientos, sudorosos y con miles de explosivas calorías listas para consumirse en actividades más apetitosas que la física o la química.
Apenas comenzaba yo a envidiarlos y a preguntarme si preferirían ir a casa a comer, a los videojuegos de la esquina o al parque con la novia (o), cuando nuestra camioneta empezó a moverse de manera muy rara, acompasada por un explosivo y sordo sonido que retumbaba en todas partes, haciendo vibrar las ventanillas.
Inmediatamente vino a mi memoria el temblor de 1973, que me dejó una profunda huella por su capacidad de destruir, pero también por la evidencia (que nos empeñamos olvidar y que la naturaleza nos recuerda cuando menos lo esperamos) de que el planeta se gobierna por fuerzas que ni siquiera conocemos y que cuando lo desean, acaban con todo vestigio de vida en segundos, sin compasión ni prejuicios. Aquel prolongado sismo de la madrugada del 28 de agosto llegó acompañado de ruidos enormes: los de muros al derrumbarse, los de cristales al romperse y estallar en pedazos, los de objetos estrellándose contra el suelo, los gritos de gente consternada, pero también de la tierra que parecía desgarrarse por dentro y aullar de dolor a todo pulmón, como si fueran explosiones subterráneas.
Con ese vertiginoso recuerdo encima me pregunté si el nuevo temblor sería tan potente y cruel como el de mi infancia y volví a ver a los adolescentes que continuaban despreocupados con su algarabía y sin prestar la mínima atención a “mi” sismo personal. Entonces noté que mis acompañantes volteaban consternados hacia el otro carril de la calle en el que también esperaba por la luz verde del semáforo un coche tripulado por un muchacho de unos 20 años, que movía la cabeza frenéticamente y daba golpes al volante con las palmas de sus manos, “entonando” a voz en cuello los mismos acordes arrítmicos y estruendosos que escupía su equipo de sonido. El temblor resultó ser simplemente la estridencia incontrolada del vehículo vecino.
Ajeno a lo que pasaba fuera de su coche, el enajenado joven nunca reparó en los efectos del sistemático “pum-pum-pam”-“pum-pum.pam” que reverberaba en todo y en todos, sumando su estrépito al de los camiones de carga, al de otros coches acelerando, al de los estudiantes, al silbato del agente de tránsito, al escape del viejísimo autobús de pasajeros, a la horrenda cancioncilla del vendedor de tanques de gas, al de las sirenas, al de los coches de perifoneo… a todo ese extraño paisaje cotidiano que, de repente, se volvió normal y permanente. El ruidoso joven, cantando (¿?), simplemente arrancó su coche a toda velocidad con un acelerón que agradecimos todos y pasó el seísmo.
Habitamos un mundo escandaloso que las máquinas, los transportes, los aparatos electrónicos, las modas musicales y el ritmo febril de vida se han convertido en nuestra realidad inevitable y agresiva. Pero de todas las causas del ruido, la más cruenta y quizá la menos visible es la falta de respeto por los demás; la indolencia e indiferencia respecto de los daños que causamos a terceros ejerciendo nuestra supuesta “prerrogativa a hacer ruido”.
En este caso la ecuación es simple: el escándalo contemporáneo es una forma nada sutil de desprecio por los demás, una exacerbación ilimitada y aberrante de un “derecho” individual que cancela a los otros el legítimo derecho al descanso, el derecho a la tranquilidad, el derecho al espacio propio y, consecuentemente, una penosa confiscación de la privacidad de los demás.
Pero también es una forma de inconciencia y autodestrucción. El crecimiento de los “ruidos de fondo” en la vida cotidiana no sólo produce alteraciones en la convivencia y aumento en las conductas neuróticas, sino que causa daños –a veces irreparables– en el sistema auditivo, lo que llaman técnicamente “Pérdida de Audición Causada por el Ruido”, que sólo en Estados Unidos (un país con altos y eficaces controles a la contaminación auditiva) ya es causa de sordera en más del 10% de la población.
Bien mirado, el escenario no es halagador: una sociedad que avanza deteriorando progresivamente las relaciones humanas por falta de respeto entre sus ruidosos integrantes, que cada vez estamos más sordos, gritando más y más para intentar que nos oigan, haciéndonos insensibles a los sonidos de otros que no podemos controlar y, consecuentemente, dejando de oír lo que deberíamos.
Acaban de cumplirse 65 años de que el gobernador Jorge Cerdán promulgó una ley –aún vigente– contra el ruido. Ese ordenamiento desconocido que deberíamos cumplir siquiera en una partecita para vivir con menos intranquilidad, tiene mandatos exquisitos como prohibir expresamente que el claxon se use “con el propósito de sustituir frases injuriosas”, es decir, para mentar la madre, exige que el sonido de las sinfonolas, receptores de radio y equipos de sonido no exceda los locales donde se encuentren instalados, fija un horario específico para los “gallos”, serenatas y convites, limita hasta las once de la noche la hora para “echar cohetes y petardos” durante fiestas y protege del ruido los centros históricos de las ciudades y los hospitales, bibliotecas y escuelas, entre otras disposiciones. Por supuesto que no regula los MP’3, los IPOD’s ni los subwoofers de 600 hertz, que no solían usarse en 1942.
Pero una vez más, se demuestra que de poco sirven las leyes sin la voluntad de cumplirlas. En todo caso, la derrota del escándalo se convirtió ya en un urgente objetivo de vida que sólo podrá nacer –y tener éxito– desde dentro de cada uno de nosotros: bajarle el volumen, respetar el silencio de los demás y vivir mejor.
Don Jorge: donde quiera que esté, por favor venga a ayudarnos a aplicar su previsora ley.
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