martes, 5 de febrero de 2008

Constitución Jubilable I

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Mañana, en cientos de plazas públicas de México se harán honores a la Constitución de 1917. Muchos niños cantarán himnos y recitarán poemas y quizá todavía algunos adolescentes pronunciarán discursos festejando los primeros 91 años de vida de nuestra ley fundamental; se recordará fervorosamente a los diputados constituyentes de Querétaro y a don Venustiano Carranza; políticos y jurisperitos afirmarán que dicho estatuto ha dado un marco de estabilidad a nuestra convivencia y que las diferentes crisis político/sociales del último siglo, incluyendo la “transición” electoral del año 2000, se han superado gracias a la Constitución vigente.
En mi generación, en muchas generaciones antes que la mía y en algunas después, hemos crecido con la idea de que nuestra Constitución es baluarte del estado de derecho, una especie de garantía de unidad nacional y herramienta de progreso a la que debemos honrar y celebrar pues de ella nace –entre otras cosas— el poder legítimo de los que tienen autoridad para gastarse el dinero de todos, y para recaudarlo por supuesto, también de la Constitución nace la fuerza legal para castigar (incluso físicamente) a quienes se portan mal, para negociar con otras naciones a nombre de todos nosotros y, teóricamente, para proteger a los débiles e igualar sus oportunidades.
Ahora mismo recuerdo a varios maestros llenos de orgullo sincero, diciéndonos que la nuestra es una de las mejores constituciones del mundo, que muchos de sus contenidos han sido copiados y que fue pionera en eso de incluir entre sus postulados un modelo de desarrollo social equilibrado y justiciero.
En realidad, una constitución es mucho más que una lista de cosas permitidas y otra de cosas prohibidas, es mucho mas que un reglamento deportivo que dispone la forma en que se acomodan los adversarios sobre la cancha y cómo se decide quién gana y quién pierde la competencia; una buena constitución no sólo resume derechos y obligaciones y distribuye el poder público de una u otra forma. Una constitución modela, describe y organiza a una comunidad, una constitución es un proyecto de futuro que –se supone— reúne y sintetiza las aspiraciones de todos y establece la forma más adecuada de responder a las necesidades de los miembros de esa comunidad, sin exclusiones.
Por eso las constituciones son, en realidad, pactos sociales, acuerdos colectivos que necesitan del más completo consenso para funcionar y tener validez. Una constitución fracasa si se le impone por la fuerza y fracasa más si aquéllos a quienes mandata no la respetan, no la aceptan e incluso, en ocasiones, ni la conocen. La teoría constitucional propone que, una vez aprobada y filtrada por los mecanismos adecuados, una constitución debe cambiarse lo menos posible, para respetar la esencia de los “acuerdos fundacionales”, acuerdos que deben ser muy reflexionados antes de convertirse en principios constitucionales inamovibles. A eso se debe que los requisitos para modificar una constitución sean muchos más que los exigidos para cambiar sólo una ley.
Ciertamente, la constitución que celebraremos mañana no se ajusta a esa idea de estabilidad y unidad. Apenas el 6 de febrero de 1917 –a 24 horas después de ser promulgada— fue objeto de su primera rectificación mediante el procedimiento de “fe de erratas”. Actualmente, uno va a la librería y compra un ejemplar de la constitución vigente sabiendo bien que será un libro desechable, como libro de novela por entregas que pronto se hará obsoleto, quizá en el inmediato período de sesiones del Congreso.
Mediante aclaraciones, declaratorias, leyes, decretos y esa fe de erratas, la Constitución ha sufrido, hasta ahora, 467 reformas, ¡si!, cuatrocientas sesenta y siete reformas. Estadísticamente, cada artículo de la Constitución se habría cambiado ya en 4 ocasiones. Ello significa que, en promedio, se han modificado, reducido o agregado 26 preceptos constitucionales en cada periodo presidencial, aunque esta cuenta es muy relativa si consideramos que durante las gestiones de Portes Gil y Ruiz Cortines sólo se cambiaron dos artículos, mientras que 77 se modificaron en tiempos de Zedillo, 66 con De la Madrid, 40 con Echeverría, 55 con Salinas y 31 con Fox.
En promedio, desde que nació, la Constitución cumpleañera ha sufrido 5.1 innovaciones por año, es decir, un cambiecillo cada dos meses y medio. Esta realidad es concluyente: queda muy poco del proyecto original de México en que pensaron los constituyentes de 1917; y lo que sigue es evaluar el propósito que motivó tantos cambios y medir, en cada caso, los beneficios y perjuicios que se produjeron con esas transformaciones constitucionales.
El gran conflicto no está, sin embargo, en el número de reformas a la Constitución, pues también es cierto que una ley eficaz debe ser flexible y capaz de actualizarse al mismo tiempo que evoluciona la sociedad a la que regula; el gran conflicto está en la percepción errónea (pero muy arraigada y más socorrida), de que cambiar y volver a cambiar la Constitución es el [único] camino para resolver problemas ancestrales de México, como si la ley tuviera poderes mágicos y fabricara por sí misma buenos ciudadanos, buenos gobernantes y buenas instituciones, como si –por ejemplo— por decreto legal se controlara la economía. El gran conflicto está en la falta de identidad y los “recules constitucionales extremos” que en estos 91 años han proliferado en muchos temas de fondo.
El gran conflicto es que en apenas 17 meses de esta legislatura federal y 15 del Gobierno de Calderón, la Constitución ha sufrido ya 25 modificaciones… y las que faltan.
antonionemi@gmail.com

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