lunes, 11 de febrero de 2008

Recules Constitucionales Extremos

(Constitución Jubilable 2)

Juan Antonio Nemi Dib
Historias de cosas pequeñas

Cuando Venustiano Carranza convocó al Constituyente que sesionó en Querétaro entre 1916 y 1917, no pensaba en una nueva constitución, sino en modificar algunos postulados de la que estaba vigente, promulgada en 1857; el lema de su convocatoria era revelador: “Constitución y Reformas”.
El ‘Primer Jefe del Ejército Constitucionalista’ tenía claro su proyecto: evitar la supremacía del poder legislativo y despolitizar al judicial, consolidar el presidencialismo, regular el ejercicio de las profesiones, normalizar la aplicación de las leyes civiles, limitar la libertad de tránsito en casos de peligro para la salud y las seguridad y dar un cierto margen de libertad a los ayuntamientos. No más.
Lo cierto es que Carranza no las tuvo todas consigo y menos en el tema constitucional. La integración del Constituyente no derivó en una diputación sumisa y dúctil como pretendía el dirigente revolucionario y además de los Convencionistas de Aguascalientes y del disenso –en su propio flanco— de Álvaro Obregón, don Venustiano tuvo que lidiar con un grupo importante de diputados que se negaron a recibir su iniciativa de reformas como un mandato incuestionable e inamovible.
Antes de que empezaran los debates Carranza intentó una maniobra, también fallida, para enviar al general Francisco J. Múgica en calidad de su representante personal en Tabasco, con el obvio propósito de excluirlo de los trabajos del Constituyente; Múgica no sólo le ganó la partida sino que logró que le eligieran Presidente de la Comisión de Gobernación y Puntos Constitucionales desde la que encabezó la “línea progresista” que impuso un texto final mucho más complejo y diferente que la iniciativa original.
Las crónicas describen la forma en que se introdujo un catálogo de derechos obreros que incluía el de huelga, la manera en que se legitimó el reparto de tierras (es decir, la expropiación de latifundios y, a veces, de minifundios), cómo se radicalizaron las limitaciones a los cultos religiosos, se impusieron límites a la propiedad de extranjeros y curas y se ampliaron las limitadas facultades municipales que Carranza pretendía. Obviamente, la de 1917 terminó siendo una constitución diferente a la de 1857, dejando en el limbo el propósito original de meramente reformarla y rompiendo la tradición jurídica clásica de incluir en las constituciones sólo principios generales para –en cambio— meterse a regular asuntos de detalle (razón por la que muchas veces las modificaciones a sus postulados se vuelven inevitables).
Y a lo largo de estos 91 años de vida, igual que en 1916-1917, la Constitución ha sufrido dramáticos cambios de identidad francamente extremos, conmovedoramente opuestos entre sí.
Por ejemplo, en materia educativa, la Constitución empezó postulando la instrucción de enfoque universal y humanista pero negando cualquier posibilidad a las escuelas religiosas, lo que en sí mismo era excluyente y contradictorio. Lázaro Cárdenas convirtió a la educación en “constitucionalmente socialista” y apenas unos pocos años después, el principio de educación socialista desapareció de la Constitución, pero prohibiendo aún –en la ley, pero no en la realidad— las escuelas religiosas. Yo mismo –entre 1969 y 1974— estudié la primaria en un colegio religioso cuando la Constitución no lo permitía y después, en alguna universidad, nos hacían rezar al inicio y al final de las clases. Así, se hace evidente otra pasmosa realidad del sistema legal mexicano: numerosas disposiciones que aparecen en atractivas leyes que hasta solemos presumir, pero que nadie se molesta en obedecer. Hoy, la Constitución permite la formación teológica en escuelas particulares.
El ejido como forma de posesión de la tierra adquirió carácter sacrosanto y las prescripciones constitucionales para estimularlo y protegerlo fueron “dramáticas e inamovibles”. “Dramáticas e inamovibles”, claro, mientras no se le ocurrió a alguien dar paso a los célebres “certificados de inafectabilidad” y permitir el amparo en materia agraria, antes proscrito. Después, en 1991, con la fórmula del “dominio pleno” se puso fin al postulado revolucionario que impedía la compra venta de tierras ejidales y se legalizó una práctica que, en los hechos, ocurría desde siempre sin que nadie lo evitara: miles de ejidatarios vendiendo sus tierras aunque lo prohibiera la Constitución.
La política liberal destinada a limitar la intervención de las iglesias en política, específicamente la iglesia católica, derivó en guerras, persecuciones, intrigas malsanas, alianzas secretas de dudosa ética y ningún compromiso nacionalista y varios miles de muertos. Después de eso, la convicción secular de que sacerdocio y política no debieran juntarse terminó de un plumazo al modificarse el artículo 130 de la Constitución para permitir a los ministros religiosos el derecho a votar, aunque esa “concesión constitucional” parece pequeña a algunos sectores que ahora exigen los cambios para que los sacerdotes ejerzan el poder público.
Constitucionalmente, pasamos de la “economía estatista” a la “economía mixta” y de allí, a una de las economías más abiertas del mundo, tan abierta que la piratería nos escuece las entrañas como cáncer imparable. Millones de pesos viejos y nuevos se perdieron por ineficiencia y corrupción de empresas paraestatales pero también, al amparo de reformas constitucionales, enormes empresas en quiebra, saneadas con dinero público, pasaron de nuevo a manos de privados, a veces a precios ridículos, en ocasiones, sólo para quebrar de nuevo. El monopolio de las comunicaciones, que reservó durante decenios al Estado el control de ese “sector estratégico” se rompió de golpe para que hoy tengamos el gran privilegio de que uno de los grandes y rentables consorcios de la telefonía en el mundo, sea de capital privado.
La lista de recules constitucionales extremos sigue. Me acuso de haber sancionado algunos de ellos con el dedo índice de mi mano derecha de diputado. Cada vez que pienso en esas reformas y también en las muchas que yo no voté, me pregunto qué tanto han servido a México y si acaso ha sido más caro el caldo que las albóndigas.
antonionemi@gmail.com

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